ERNESTO CARDOSO CAMACHO
Soy consciente de que algunos o quizá muchos de los amables lectores se fatigan con los temas de la política. Sin embargo es inevitable hacerlo por dos razones. Primero porque estos temas del análisis político me apasionan y porque creo firmemente en que es necesario contribuir con la pedagogía a explicar los fenómenos sociales y políticos. Y segundo, porque es indiscutible que estamos en una etapa histórica en donde la estabilidad democrática de la Nación está seriamente amenazada.
Desde nuestra vida republicana las luchas ideológicas y políticas llegaron incluso a expresarse con las armas. Durante el siglo pasado conocimos los horrores del fanatismo político entre liberales y conservadores, para llegar luego al ACUERDO DEL FRENTE NACIONAL, el cual al prolongarse otorgó paz y sana convivencia social, aunque al mismo tiempo fue la etapa en la cual los partidos históricos abusaron del poder y se generó el clientelismo partidista. Por ello, la lucha política derivó en el crudo enfrentamiento entre sectores de los mismos partidos al tiempo que se asomaron al escenario nuevos movimientos y partidos que confrontaban los rezagos del frente nacional.
Tales fenómenos sociales confluyeron en la imperativa necesidad de la Constituyente del 91, la que dicho sea de paso, se inspiró por el presidente Gaviria con el famoso kínder a través de la séptima papeleta, con una votación ciudadana precaria en relación con el censo electoral de la época. Conviene recordar que allí participaron el partido liberal; el conservador de Misael Pastrana; el Movimiento de Salvación Nacional de Alvaro Gómez después de su secuestro; el M19 ya desmovilizado y amnistiado; y otros sectores políticos que acordaron una presidencia colegiada. Revocaron el Congreso y derogaron la vieja constitución del 86.
La llamaron pomposamente la constitución ecológica y de la paz, rica en derechos y escasa en deberes. Vino entonces el período nefasto del terrorismo narco de Pablo Escobar y los demás carteles, el inusitado crecimiento de las Farc y su inevitable consecuencia, el paramilitarismo; fenómenos sociales que degeneraron en el narcotráfico, la violencia y la cooptación de las instituciones, escenario en el cual floreció la corrupción política.
Hay un hecho que a mi parecer es indiscutible. Si bien la carta del 91tiene grandes aciertos, mirada con visión panorámica, enquistó el mal de la politiquería clientelar que permeó a la justicia y convirtió a los partidos en organizaciones congresionales donde los avales; la circunscripción nacional de senado; la exagerada financiación privada y la elección popular de gobernadores y alcaldes; intensificó la corrupción en tanto que sin controles efectivos de los órganos de control, adjudicados a los políticos; la contratación pública y los recursos fiscales del estado se convirtieron en frustraciones ciudadanas y elefantes blancos.
Por otra parte, el proceso de paz de Santos consolidó la debilidad institucional al pretender firmar una paz rechazada en las urnas por el pueblo, al tiempo que empoderó a los grupos insurgentes como el ELN y las ahora conocidas disidencias, pues el Estado no fue capaz de copar los espacios territoriales ocupados por años por los grupos de narcotraficantes al servicio de los carteles mexicanos. Desde luego, sin control territorial, sin capacidad de reacción oportuna de las fuerzas militares y de policía, los bandidos se multiplicaron tanto como les fue posible dada la extensión creciente de los cultivos de coca.
En estas circunstancias llega al poder presidencial y por el mecanismo democrático el presidente Petro con las consecuencias que ya todos conocemos.
Viene entonces la confrontación populista entre izquierda y derecha; la estimulación a la lucha de clases y la extensión del chavismo prorrogado por la dictadura de Maduro. Lo curioso es que la corrupción nada que disminuye si no que se incrementa, al punto que el gobierno se ve abocado a comprar congresistas para que le ayuden a aprobar sus reformas, cuando antes el procedimiento era el de los llamados cupos indicativos del presupuesto nacional.
Es comprensible que en estas condiciones se estimule desde el gobierno la ruptura del equilibrio de poderes y la confrontación con el sistema judicial que hemos padecido.
Todo lo anterior explica el caos institucional que estamos padeciendo. El gobierno no gobierna si no que confronta y provoca. La oposición huérfana del poder confundida, anarquizada y sin propuestas. Ojala la reciente absolución al presidente Uribe le permita retomar ese liderazgo político e institucional que lo caracteriza, para unir a las dispersas fuerzas antagónicas al petrismo y confluir en un congreso de claras mayorías y capaz de ganar la presidencia en la primera vuelta. Lo preocupante es que sus fanáticos seguidores entiendan que no es con estribillos radicales, si no con argumentación persuasiva y propuestas que se derrota al adversario fortalecido en la consulta del domingo.
La zalamería y la adulación al caudillo no contribuyen a su eficacia estratégica. Los ciudadanos exigen propuestas, transparencia, convicciones firmes y trabajo político en las bases populares.
En conclusión, es evidente que se requieren exigentes y radicales reformas institucionales en el sistema político y electoral; en el sistema judicial; en los órganos de control y en la estructura del Estado donde las regiones no sigan siendo victimas del asfixiante centralismo bogotano.
El caos institucional que padecemos va de la mano con la degradación de la política y con la distorsión de los valores éticos y morales de nuestros protagonistas.








