Ruber Bustos
Soy caficultor. Vivo de la tierra, de madrugar con el canto de los gallos, de llevar el café en la espalda y en la camioneta. Y hace unos días escuché al presidente Gustavo Petro decir: “Le ponemos impuestos a la gasolina, sí, pero el pobre no usa casi gasolina, el que más usa gasolina es el de las cuatro puertas” (Infobae, 2025). Esa frase me dejó frío. No solo porque muestra un desconocimiento de la vida rural, sino porque parece justificar una medida que golpea directamente al campo.
Aquí no hay lujos. La gasolina no es para pasear, es para trabajar. Para la moto que me lleva de la vereda al pueblo, para la bomba que riega, para la guadaña que limpia el lote, para la camioneta que baja el café hasta la cooperativa. Cuando el combustible sube, no solo me cuesta más trabajar, también sube el flete de los insumos, el transporte de los fertilizantes, la comida que llega al pueblo. Ese aumento se multiplica en cada rincón de la ruralidad.
En redes ya lo dijo un campesino indignado: “¿Será que soy multimillonario y no sabía?” (Infobae, 2025). Porque claro, en el imaginario pareciera que tener una camioneta de finca es un lujo. Pero no: es una herramienta de trabajo. Sin ella, ¿cómo sacamos el café, el plátano, el maíz? Los pobres también echamos gasolina. No porque queramos, sino porque la necesitamos. Sin ella no hay cosecha, no hay transporte, no hay ingresos.
Mucho se habla de llevar industria al campo, de plantas de beneficio, de pequeñas agroindustrias de café, cacao o lácteos. Pero esas iniciativas también dependen del transporte y de la energía. Si sube la gasolina, sube el costo de mover productos, de llevar insumos, de mantener en pie cualquier intento de desarrollo rural. ¿De qué industrialización hablan si asfixian la base misma de la economía campesina?
No niego que el Estado necesita ingresos. Sé que el país tiene deudas enormes y que se deben financiar programas sociales. Pero un impuesto a la gasolina, diseñado sin diferenciar entre ciudad y campo, termina castigando más a quienes menos posibilidades tenemos. El gobierno debería pensar en excepciones reales: motos campesinas, transporte de finca, maquinaria agrícola. Porque no es justo que se nos meta en el mismo saco de los que usan gasolina para lujo, y no para producir alimento.
El campo sí usa gasolina, señor presidente. Y cada peso que sube el galón, se nos convierte en un peso menos en el bolsillo y en la mesa. No es un lujo, es una necesidad. No somos invisibles, aunque a veces así parezca desde Bogotá. Le hablo como caficultor: el impuesto a la gasolina es un descalabro para el campo. Y si el gobierno nacional no lo entiende, terminará apagando la chispa que mueve la economía rural.








