Esta semana el trending topic en Colombia fue la “descertificación” que padecimos por parte de Estados Unidos, pero, hablando con mis amigos, me di cuenta de que casi nadie sabe qué significa esto de ser “desertificados” y cómo influye esto en nuestro país. Pues resulta que, cada año, como a cualquier estudiante en el colegio, Estados Unidos califica a Colombia en un examen puntual que se basa en qué tan efectivo está siendo nuestro país en su lucha contra las drogas, y el resultado de ese exámen se llama “certificación antidrogas”. Si lo aprobamos todo se mantiene ok, y obtenemos algunas ayudas y apoyos en diversos recursos. Pero si no lo hacemos, nos incluyen en la lista negra de los países descertificados, o mejor dicho, nos relegan para atrás del salón con el grupo de los indisciplinados.
¿Y qué representa esto para nosotros, los ciudadanos?
La certificación no es en absoluto un diploma que el país cuelga en la pared del despacho presidencial, sino más como un visto bueno que confirma que Colombia está cumpliendo con su tarea contra el narcotráfico. Allí se miden factores como la reducción de cultivos de coca, la cooperación judicial con Estados Unidos y las operaciones de policía y ejército para frenar el narcotráfico. En otras palabras, es la forma en que Estados Unidos valida si seguimos siendo socios confiables en esa lucha, que es muy de su interés. Y si según ellos, lo somos, el premio no son dulces ni stickers, sino algo mucho más grande y jugoso.
Contar con la certificación le trae al país tanto beneficios como grandes ahorros en inversiones que el Estado ya hace con nuestro presupuesto público. En primer lugar está la cooperación: Estados Unidos nos entrega equipos, aviones, radares, y capital para entrenamientos e inteligencia que se destinan para nuestras fuerzas militares. En segundo lugar, nos garantiza el acceso a ciertos recursos económicos, o sea, más créditos y con mayor facilidad de pago de estos. Estos recursos financieros, al final, resultan vitales para la estabilidad del país. Si contando con ellos nuestros políticos deciden hacer reformas tributarias cada dos años, ¿cómo sería sin ellos? Y por último, pero igual de importante que los dos puntos anteriores, está nuestra reputación país. Los inversionistas y turistas se sienten más seguros apostándole a un país que tiene luz verde en ese informe, y por ende, recibimos más recursos y divisas extranjeras.
Esta semana Analdex compartía unos datos de la DIAN que afirmaban que, solo entre enero y julio de este año, Colombia exportó a Estados Unidos US$8.811 millones de dólares, y ese mercado ya representa el 30,6% de todas nuestras exportaciones. Es decir, tres de cada diez dólares que exportamos salen rumbo a EE. UU.
Y esto demuestra que la descertificación, si bien es política, tiene un enorme riesgo comercial para nosotros. Además de ser nuestro principal comprador, Estados Unidos también es nuestro principal inversionista extranjero. En el primer semestre de 2025 llegaron US$2.268 millones desde ese país, equivalentes al 34,4% de toda la inversión extranjera directa que atrajo Colombia. Cuando se habla de que se puede espantar a potenciales inversores con esta “descertificación” -que entre otras cosas es una palabra que no existe según la RAE- son precisamente estos los flujos que se ponen en riesgo.
Pero no todo son malas noticias: por ahora el comunicado de la Casa Blanca dice que Colombia queda, básicamente, con matrícula condicional. Es decir, se revoca la certificación, pero se mantienen los apoyos por ahora. Listo, pero, ¿qué pasa si quedamos totalmente “desertificados”?
Ser desacreditados no implica sanciones arancelarias automáticas, pero sí un daño reputacional inmediato que encarecería el crédito y pondría en reisgo la relación con nuestro principal socio comercial. La descertificación deteriora la percepción que los mercados tienen de Colombia y, sin duda, puede afectar el clima de inversión que nos interesa atraer.
Pero volviendo al núcleo de todo esto, la difícil realidad es que en nuestro campo las políticas de erradicación sin alternativas atractivas para los campesinos, han dejado a comunidades enteras atrapadas entre la subsistencia y la presión del Estado y los grupos al margen de la ley. Por eso, más que cumplir con la certificación, que desde mi punto de vista es un deber estratégico, la obligación debería ser figurar ¿cómo hacer para que esta política se traduzca en desarrollo y seguridad en el campo? Que al final, es lo que casi todos queremos.
Y centrándonos en resolver esto último, nuestros líderes tienen que entender que mantener la certificación no es un simple trámite diplomático ni una pelea de ideologías, sino una garantía de estabilidad para los colombianos. Los apoyos de Estados Unidos y de todos los países que estén dispuestos a ayudar e invertir en Colombia, se traducen en más recursos, más empleo, más seguridad y mejores oportunidades para todos los ciudadanos. Y la verdad es que, ante nuestro incapaz y corrupto Estado, los ciudadanos no podemos darnos el lujo de rechazarlos, como sugiere el actual presidente. Perderlos sería retroceder en confianza y desarrollo justo cuando más lo necesitamos. De ahí que la discusión no debería ser si importa o no estar certificados, sino cómo asegurarnos de cumplir con ese estándar y aprovecharlo para que los beneficios lleguen a todo el país, y principalmente, al campesino colombiano.
Con el aroma de un café 100% huilense, los saludo,
Santiago Ospina López.








