Por: Felipe Rodríguez Espinel
En momentos donde Colombia enfrenta una de las crisis de violencia política más graves de las últimas décadas, el gobierno del presidente Petro ha tomado una decisión que solo puede calificarse como un error estratégico monumental, recortar el presupuesto de la Defensoría del Pueblo justo cuando más se necesita su labor protectora.
Resulta paradójico que una administración que llegó al poder abanderando la paz total como su principal promesa, termine debilitando precisamente la institución encargada de proteger a quienes más sufren la violencia en los territorios. Esta decisión no es solo contradictoria con el discurso oficial; es peligrosa para la estabilidad democrática del país. Mientras el presidente habla de transformaciones y cambios, está desarmando a la institución que debe garantizar que esos cambios se den dentro del marco de los derechos humanos y la legalidad democrática.
Una de las consecuencias más graves de estos recortes será el debilitamiento del Sistema de Alertas Tempranas, la herramienta más importante que tiene el Estado colombiano para prevenir masacres y violaciones masivas de derechos humanos. Actualmente, 391 municipios en todo el país tienen alertas tempranas vigentes por riesgos inminentes de violencia.
El gobierno justifica estos recortes argumentando restricciones fiscales tras el fracaso de su reforma tributaria en el Congreso. Sin embargo, esta justificación revela una miopía peligrosa en las prioridades gubernamentales. Mientras se recortan los recursos para proteger derechos humanos, otros sectores mantienen o incluso incrementan sus presupuestos. Además, esta decisión es económicamente miope. Invertir en prevención de violencia y protección de derechos humanos es mucho más económico que lidiar con las consecuencias de los conflictos y la violencia. Cada masacre prevenida, cada líder social protegido, cada comunidad que permanece en su territorio, representa ahorros enormes en términos de atención humanitaria, reparación de víctimas y reconstrucción social.
Aún hay tiempo para rectificar. El presupuesto debe ser discutido y aprobado por el Congreso, y allí es donde la democracia colombiana tiene la oportunidad de corregir este error. Los congresistas de todas las bancadas deberían entender que proteger la Defensoría del Pueblo no es un favor al gobierno ni a la oposición; es un favor a la democracia misma. La protección de derechos humanos no puede estar sujeta a los vaivenes fiscales o las disputas políticas. Es una responsabilidad constitucional del Estado y una condición indispensable para la convivencia democrática.
El país está en una encrucijada. Puede elegir el camino de fortalecer sus instituciones democráticas y proteger a quienes defienden los derechos humanos, o puede optar por debilitarlas en nombre de restricciones fiscales mal entendidas. En momentos de crisis, los liderazgos se miden no por su capacidad de administrar la abundancia, sino por su sabiduría para proteger lo esencial incluso en la escasez.
La Defensoría del Pueblo no es un lujo fiscal; es una necesidad democrática. Y en Colombia, hoy más que nunca, necesitamos toda la democracia que podamos conseguir.








