Por: Felipe Rodríguez Espinel
Despertamos hace una semana con una noticia que muchos creíamos relegada a los libros de historia, el asesinato de un precandidato presidencial. Por primera vez en 35 años, la violencia política había escalado nuevamente hasta las más altas esferas del poder, recordándonos que los fantasmas de los años 80 nunca se fueron realmente; solo habían estado esperando el momento propicio para regresar.
Nos encontramos ante un fenómeno que va más allá de la violencia común. Se trata de una estrategia deliberada para condicionar, limitar y, en último término, determinar quién puede aspirar al poder y en qué condiciones. Cuando grupos armados ilegales logran vetar candidaturas, restringir campañas o eliminar físicamente a aspirantes, la democracia deja de ser un sistema de competencia libre y se convierte en un teatro donde los verdaderos directores permanecen en las sombras.
A diferencia de los años 80 y 90, cuando el rostro de la violencia política tenía nombres y apellidos claramente identificables, hoy enfrentamos una amenaza más difusa pero igualmente letal. Las disidencias de las FARC, fragmentadas en múltiples estructuras sin mando unificado, han demostrado que su capacidad de fuego no se limita a las zonas rurales tradicionalmente conflictivas. Las elecciones presidenciales de mayo de 2026 se perfilan como una de las más peligrosas en nuestra historia reciente. El asesinato de Uribe Turbay ha demostrado que ningún candidato, sin importar su nivel de protección o relevancia política, está a salvo de la violencia. Esto plantea interrogantes fundamentales sobre la viabilidad misma del proceso electoral.
¿Podrán los candidatos hacer campaña libremente en todo el territorio nacional? ¿Tendrán los ciudadanos acceso real a las propuestas de todos los aspirantes? ¿Se podrá garantizar que el resultado electoral refleje genuinamente la voluntad popular y no las imposiciones de grupos armados ilegales?. Estas preguntas no son retóricas. Son desafíos concretos que el Estado colombiano debe abordar con urgencia si quiere preservar la legitimidad democrática del proceso electoral.
Si no actuamos con decisión para enfrentar esta crisis, las elecciones de 2026 podrían marcar el comienzo de una nueva era de autoritarismo disfrazado de democracia. Un sistema donde los grupos armados ilegales tienen poder de veto sobre las candidaturas no es una democracia; es una simulación democrática que solo beneficia a quienes ejercen el poder a través de la violencia.
El tiempo se agota. Cada día que pasa sin acciones contundentes es un día más de ventaja para quienes buscan imponer sus reglas a través del miedo y la intimidación. Colombia no puede permitirse el lujo de repetir los errores del pasado. La historia nos ha enseñado hacia dónde conduce el camino de la violencia política; ahora nos corresponde demostrar que hemos aprendido la lección.
Nuestra democracia está bajo fuego cruzado. Su supervivencia depende de las decisiones que tomemos hoy. No hay tiempo que perder.








