Por: Felipe Rodríguez Espinel
El reciente anuncio del presidente Petro sobre la declaración de emergencia económica por el brote de fiebre amarilla nos obliga a reflexionar sobre el uso recurrente de los estados de excepción como instrumento de gobierno. Esta sería la tercera ocasión en que el mandatario recurre a esta figura extraordinaria, tras las declaratorias en La Guajira (2023) y el Catatumbo (2025), lo que plantea interrogantes sobre la salud de nuestras instituciones democráticas y el equilibrio entre las ramas del poder público.
La Constitución de 1991 diseñó los estados de excepción como mecanismos extraordinarios para enfrentar situaciones imprevistas que no pueden ser atendidas mediante los cauces ordinarios. Su uso reiterado, sin embargo, transforma lo extraordinario en habitual, desvirtuando su naturaleza y generando profundas consecuencias en los ámbitos económico, político e institucional.
Es particularmente preocupante que las justificaciones ofrecidas para estas declaratorias presenten inconsistencias técnicas. En noviembre de 2024, el mismo presidente aseguraba que el virus de la fiebre amarilla había sido controlado exitosamente. Apenas cinco meses después, presenta el mismo fenómeno como una emergencia de tal magnitud que justificaría poderes excepcionales. Esta contradicción revela más sobre las motivaciones políticas que sobre las necesidades sanitarias del país.
Un gobierno con escasa gobernabilidad legislativa, presiones fiscales crecientes y la necesidad de implementar medidas económicas impopulares encuentra en los estados de excepción una vía para eludir los controles democráticos. La reciente experiencia con la declaratoria en el Catatumbo, donde se utilizó esta figura para anticipar retenciones en la fuente medida claramente tributaria sin relación directa con la emergencia invocada confirma este patrón.
Las repercusiones económicas de esta inestabilidad jurídica son tangibles. En un momento en que Colombia intenta recuperar la confianza de los mercados internacionales, estas señales de excepcionalidad generan incertidumbre, incrementan la percepción de riesgo país y encarecen el acceso a financiamiento externo. Las economías con predictibilidad jurídica atraen más inversión extranjera directa que aquellas caracterizadas por cambios normativos abruptos.
No podemos desconocer que la separación de poderes constituye uno de los pilares fundamentales del Estado de derecho. La Corte Constitucional ha cumplido un papel crucial al declarar inexequibles decretos de emergencia que carecían de justificación suficiente, como ocurrió con los emitidos para La Guajira. El tribunal constitucional debe mantener su independencia y rigor técnico para evaluar si la actual emergencia sanitaria cumple los requisitos de imprevisibilidad, gravedad y excepcionalidad que la Constitución exige.
Colombia enfrenta desafíos significativos, una recuperación económica aún frágil, presiones inflacionarias persistentes y necesidades sociales apremiantes. Estos retos requieren consensos amplios, transparencia en la toma de decisiones y respeto por los procedimientos democráticos.
Las soluciones sostenibles no vendrán de decretos unilaterales sino de acuerdos que generen certidumbre y confianza. La frecuencia con que este gobierno recurre a los estados de excepción sugiere una preocupante estrategia de concentración de poder que debilita el tejido institucional y compromete la estabilidad económica.








