Por: Felipe Rodríguez Espinel
La durísima crítica de The Economist al gobierno de Gustavo Petro no debería sorprender a nadie que haya observado con atención el deterioro progresivo de los indicadores de gobernabilidad en Colombia. Cuando una publicación de prestigio internacional califica a un mandatario como terrible y desesperado, estamos ante algo más que una diferencia editorial, estamos frente a una radiografía implacable de un país que se aleja peligrosamente de sus objetivos de desarrollo y estabilidad democrática.
Durante tres años, hemos sido testigos de un estilo de gobierno que privilegia la confrontación sobre la construcción de consensos. La rotación constante de ministros (más de 50 en un solo mandato), no es simplemente una estadística administrativa; es el síntoma de una administración incapaz de mantener la continuidad necesaria para implementar políticas públicas coherentes. Cada cambio ministerial representa proyectos interrumpidos, equipos desarticulados y recursos desperdiciados en procesos de transición que debilitan la capacidad del Estado.
El lenguaje confrontativo del presidente, documentado tanto por medios nacionales como internacionales, ha generado un clima de polarización que trasciende las fronteras partidistas. Cuando un mandatario compara sistemáticamente a sus críticos con nazis o esclavistas, no solo degrada el debate público, sino que imposibilita el diálogo constructivo necesario para resolver los problemas estructurales del país. El deterioro de la imagen internacional de Colombia tendrá efectos concretos sobre la inversión extranjera, el turismo y la cooperación internacional. Los organismos multilaterales, los inversionistas institucionales y los gobiernos aliados toman decisiones basándose, entre otros factores, en evaluaciones de riesgo político que incorporan análisis como el de The Economist.
La polarización interna, alimentada por tres años de confrontación sistemática, no desaparecerá automáticamente con un cambio de gobierno. La erosión de la confianza interpersonal, la radicalización de posiciones políticas y la normalización del discurso de odio son procesos sociales que requieren años para revertirse. Colombia puede estar creando las condiciones para una década de inestabilidad política que trascienda el actual mandato. El artículo de The Economist debe leerse como una oportunidad para la reflexión nacional, no como una afrenta a la soberanía. Las críticas internacionales, cuando provienen de fuentes respetables y se basan en evidencia verificable, constituyen señales de alerta que una democracia madura debe tomar en serio.
Colombia tiene fortalezas institucionales, sociales y económicas que le permiten superar esta crisis de liderazgo. Sin embargo, esto requiere reconocer honestamente los errores, ajustar las estrategias fallidas y privilegiar el interés nacional sobre las lealtades partidistas. El costo de continuar con la actual dinámica de confrontación y polarización puede ser irreversible para las aspiraciones de desarrollo sostenible y paz duradera que merecen todos los colombianos.
Los colombianos necesitamos liderazgo que una, no que divida; que construya, no que destruya; que inspire confianza, no que genere incertidumbre. El tiempo para los ajustes de rumbo se agota, y las consecuencias de no hacerlos serán responsabilidad de todos los que, teniendo la capacidad de influir positivamente, eligieron el silencio cómplice o la confrontación estéril.








