Por: Gerardo Aldana García
Acaso no es una poesía el cortejo del delantero que al balón seduce y subyuga dócil, bien cuando dosifica el delicado roce de su empeine para ubicar con precisión el pase de gol; o bien cuando el arquero que, sin siquiera pensarlo, despide su brazo grácil y elongable, torciendo el destino de la esfera que ya saboreaba el beso de la red. Vaya deporte tan excepcional, el futbol es. Pintura de constantes movimientos sobre un lienzo verde que ya es polícromo, acaso por los finos uniformes de atletas ansiosos del triunfo, quienes a cada instante conjugan la fuerza de sus músculos y la inteligencia de una mente original; si, esa que en centésimas de segundos cede plástica su raciocinio a la inusitada y certera intuición que los lleva a orquestar música de movimientos sonantes, con ritmo, ahora de triángulos o de hexágonos, tras la conquista del arco contrario.
Este futbol parece que hubiese llegado de otro mundo. Vaya lenguaje tan universal que, ya sean blancos, negros o amarillos; musulmanes, cristianos, budistas, gnósticos o judíos; todos lo parlan y lo comprenden. De hecho, es tan extraño este idioma que tiene la capacidad de subir a todo el mundo en una Babel durante noventa o más minutos, y todos, con emociones llevadas a límites ya de júbilo, ya de tristeza, viven agitaciones surgidas del bajo vientre o con la fuerza del corazón, que, con tal ímpetu, hacen que espectadores y jugadores, lloren de alegría, unos; de frustración, otros.
Pero hay que regresar al rectángulo de juego para, como el poeta que se enfrenta a la hoja blanca y muda, el futbolista en plena carrera, o haciendo el saque de puerta, lee en el campo en disputa la ubicación de compañeros y contendientes, como el vate que busca la palabra que dará música al verso; entonces, deja sobre el esférico e inflamado cuero una traza más de su alma olímpica, y lo mejor, se va con esa esfera, hiende con ella el espacio y ya quiere descansar sobre el pecho o llegar preciso a la pierna o el pie de su parner que ha leído la silenciosa intención emergida del fino pateador, mientras en las graderías hay segundos de mutismo, y en seguida, un grito para celebrar que el acrobático verso tiene musicalidad, y ya casi se está cerca del primer soneto cuando los tres palos perderán su intangible virginidad.
Quien escribe un poema sabe que el futbolista como el profesor también son poetas. Mientras el técnico hace un esquema y planifica el desarrollo del partido recurriendo a métodos, claves y su lectura de las habilidades de cada uno de los de su plantel y de los contendientes; allí también hay momentos en los que el estratega pareciera dejar a un lado la severidad de su juicio; entonces, un toque venido de sublime intuición le dice: saca un defensa y pon en su lugar un delantero adicional; si aquel que sabe definir en el área, quizás por esta vía llegue el gol. Y a fe que, al cabo de tres minutos la tribuna levanta el estadio bajo el intempestivo y afinado coro de gol. Y qué decir de lo que pasa en la cabina del entonado narrador quien en gracia de su don especial de recordar nombres de jugadores delinea a cada instante un verso sobre la geometría del partido, y segundo tras segundo, minuto tras minuto, da forma a un poema que solo puede existir por la virtud de este compositor improvisado a quién solo silencia, por momentos, el comentarista que, con un poco más de tiempo, ya hace de su pluma la redacción verbal de los instantes en que el verso del delantero no tuvo el sonido y la musicalidad del pase que le negó el balón al Nueve que estaba solo frente al arco, quien se queda tan decepcionado como el amante que ansía una mujer desnuda, mientras ella mira a otro hombre, quizás al que a ella le gusta.
Poesía del futbol cuyos oscuros sonetos se vuelven malditos y redondean poemas dantescos cuando hordas de fanáticos sueltos por las calles, cual padrote sin riendas en una llanura llena de yeguas en celo y caballos capones, tejen un río de piedras sobre ventanales o hacen fuego en la metálica y luciente piel de autos urbanos. A veces las emociones que desobedecen el imperio del buen juicio llevan al hincha a henchir de rojo sus ojos, mientras arranca la vida de aquel, también queriente del futbol, que esa tarde – noche, jugó en el equipo contrario.
Seguramente por la poesía que es el futbol, por las emociones inusitadas que aguardan a ser afloradas desde el corazón de cada amante de tan bella disciplina deportiva, es por la que los colombianos, así nuestra selección ya complete tres derrotas en serie, siempre querremos estar allí con ella, en el estadio o desde la casa, con el oído en la radio o la retina en la pantalla del celular, para escribir entre todos el poema de victoria que soñamos, pero para el que no existe guion previo; he ahí tan exótica provocación poética.








