Diario del Huila

Cuando el espectáculo vale más que la vida

Ago 20, 2025

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La historia de esta semana es sobre la necesidad de regular los eventos masivos en Colombia, una urgencia que no admite más dilaciones. Sin embargo, hoy, después del paso de los años, seguimos en el mismo punto: lamentando tragedias, escuchando promesas huecas de organizadores y autoridades, mientras los ciudadanos siguen pagando con su integridad y, en el peor de los casos, con sus vidas. Un país que presume de turismo y cultura, pero que es incapaz de garantizar lo más básico: la seguridad de quienes asisten a un espectáculo.

Esta columna conoció la tragedia ocurrida en la feria Agroexpo el pasado 10 de julio de 2025. Ese día, Luisa Fernanda Bedoya asistió al evento en Corferias, en Bogotá, para distraerse, por recomendación de su psiquiatra, luego de pasar meses en cama tras una cirugía de rodilla. Allí, un caballo de exposición de un criadero la mordió, la sacudió y la lanzó al suelo. Luisa no provocaba al animal; simplemente caminaba con sus muletas. El resultado fue devastador: fisura de clavícula, contusiones múltiples en brazo, hombro, columna y rodillas —justo las articulaciones comprometidas por su discapacidad física—, y un viacrucis médico que aún no termina.

Lo más revelador, sin embargo, fue lo que ocurrió después: la nada. Ni Corferias ni el criadero responsable se hicieron presentes en ese momento. La sacaron en ambulancia, tras esperar y suplicar, y la dejaron sola. Un derecho de petición por las grabaciones de seguridad fue ignorado. Se remitió un reporte a un seguro fantasma del que nunca tuvo información. Era el manual perfecto de la impunidad corporativa: el visitante reducido a un número, un riesgo calculado, y si algo sale mal, se aplica el protocolo del silencio y la dilación hasta que el afectado se rinda.

Este relato no es una excepción, sino parte de un patrón de negligencia que ha teñido de luto nuestra memoria colectiva. Otro desgarrador ejemplo es el de Pedro Enrique Rodríguez Suárez, el hombre que murió en la Media Maratón de Bogotá el domingo 27 de julio, cuando cayó al suelo a 200 metros de la meta y, horas más tarde, se confirmó su deceso. Su familia exige respuestas, y varios testigos aseguran que, tras desplomarse, pasó un tiempo considerable antes de recibir atención efectiva. Lo mismo denuncia la víctima de Agroexpo.

Recordemos también la muerte de Camilo Andrés Rozo, el joven de 25 años que perdió la vida en la Media Maratón de Bogotá en 2023, donde la falta de asistencia médica y una logística deplorable lo condenaron. O el pánico y hacinamiento en el Movistar Arena, un episodio de caos que expuso la ingenuidad risible de nuestra planificación, en contraste con países como Argentina, que aplica protocolos rigurosos incluso en conciertos de Damas Gratis como si fueran un clásico Boca-River. Y qué decir de la violencia persistente en los estadios de fútbol, donde las barras bravas actúan como ejércitos privados en graderías que deberían ser sinónimo de esparcimiento.

Todos estos episodios comparten un hilo conductor: la ausencia de una regulación estricta, moderna y aplicada con firmeza. El mejor ejemplo es la tragedia de Hillsborough en 1989 —con 97 aficionados muertos—. El 15 de abril de ese año, en el estadio de Hillsborough en Sheffield (Inglaterra), se disputaba la semifinal de la FA Cup entre el Liverpool FC y el Nottingham Forest. El hacinamiento fue insoportable: muchos hinchas quedaron aplastados contra las vallas y el suelo. Más de 700 resultaron heridos. Las escenas de pánico, con hinchas trepando las vallas o siendo levantados por otros para escapar, quedaron grabadas en la memoria colectiva. Esto transformó por completo la cultura de seguridad en los estadios, eliminando vallas anti-invasión y priorizando al espectador. En Colombia, nuestro Hillsborough se repite en distintos formatos, con la misma respuesta de siempre: un comunicado de prensa, una investigación que no llega a nada y un “nunca más” que caduca en la siguiente emisión de noticias.

La pregunta incómoda es: ¿están realmente preparados estos recintos? ¿Sus protocolos son un mero trámite burocrático para obtener permisos o se someten a simulacros de estrés reales? ¿Cuentan con personal de primeros auxilios entrenado para emergencias complejas, como la de una mujer anticoagulada y con discapacidad como Luisa? ¿Existe un plan de responsabilidad y acompañamiento para las víctimas, o la estrategia es cruzar los dedos y esperar que no pase nada? La evidencia apunta a lo segundo.

El caso de Luisa Fernanda Bedoya es una denuncia viviente: una mujer que solo quería un día de felicidad y terminó con el cuerpo fracturado y la fe en el sistema hecha añicos. Su historia debería ser el punto de inflexión. No necesitamos más mesas de trabajo ni leyes dormidas en el Congreso. Necesitamos una ley “Hillsborough” a la colombiana, con protocolos obligatorios, sanciones económicas y penales ejemplares, y transparencia total en la información. La próxima víctima no puede ser un número más. Luisa ya dio el testimonio; ahora nos toca a nosotros exigir que su dolor no sea en vano y priorizar, de una vez por todas, la vida sobre el espectáculo.

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