Por: Franky Vega
En una democracia representativa como la colombiana, el Congreso de la República es el epicentro de la toma de decisiones que afectan a toda la nación. Tanto senadores como representantes a la Cámara tienen la responsabilidad constitucional y legal de legislar, ejercer control político y representar los intereses de los ciudadanos. Sin embargo, la realidad dista mucho de este ideal.
Desde la Constitución de 1991, los congresistas han sido investidos de la misión de crear leyes que favorezcan el bienestar general, pero su actuar, en muchas ocasiones, parece responder más a intereses particulares, de partido o de sectores económicos específicos. Reformas estructurales como la laboral, la de salud y la pensional, que buscan mejorar las condiciones de millones de colombianos, han sido objeto de controversia no solo por razones técnicas, sino también por la interferencia del Ejecutivo en la labor del Congreso. Como una de las tres ramas del poder público, el Congreso es independiente y debe ejercer su función legislativa sin presiones ni injerencias externas, garantizando que las reformas sean debatidas y aprobadas en función del interés nacional y no de cálculos políticos del gobierno de turno.
El Congreso, más que un foro de deliberación técnica y argumentada, se ha convertido en un escenario de estrategias electorales. Las decisiones no se toman con base en estudios profundos sobre su impacto en la sociedad, sino en función de alianzas, prebendas y conveniencias políticas. Las reformas de interés social son archivadas, modificadas hasta perder su esencia o simplemente utilizadas como moneda de cambio para negociaciones políticas.
El nivel de representación real del Congreso es, cuanto menos, cuestionable. La desconexión con las necesidades ciudadanas se hace evidente cuando se anteponen los intereses de los financiadores de campañas o cuando se legisla con un claro sesgo a favor de ciertos sectores empresariales. En lugar de ser voceros del pueblo, muchos congresistas se convierten en gestores de favores políticos y económicos, olvidando la razón de su elección.
El problema no es únicamente de quienes ocupan estas curules, sino también de un sistema electoral que permite la cooptación del poder legislativo por grupos tradicionales. La falta de una cultura de voto informado y la permisividad frente a prácticas clientelistas perpetúan este círculo vicioso en el que el Congreso, en lugar de ser el escenario de la transformación del país, se convierte en un obstáculo para el cambio.
Los congresistas deben recordar que su responsabilidad es con el pueblo colombiano, no con quienes financian sus campañas ni con los intereses de unos pocos. El país necesita un Congreso que legisle con visión de Estado, con ética y con verdadero compromiso social. Para ello, es fundamental que ejerzan su función con independencia y sin someterse a presiones del Ejecutivo, garantizando así la separación de poderes y el equilibrio institucional que exige una democracia sólida. De lo contrario, la democracia representativa se quedará en un mero enunciado constitucional sin impacto real en la vida de los ciudadanos.








