En cada elección, el ciudadano enfrenta una decisión que trasciende lo individual: elegir a quienes administrarán el dinero público, tomarán decisiones sobre salud, educación, justicia y empleo, y definirán el rumbo ético de la sociedad. Votar no es un acto simbólico; es una forma de delegar poder. Por eso, escoger sin criterio o desde la emoción puede tener consecuencias duraderas. Para evitarlo, es útil aplicar una lista de chequeo ciudadana, una herramienta de análisis que permite evaluar objetivamente a cada candidato. Así como un cirujano revisa signos vitales antes de operar, el votante responsable debe examinar los signos éticos, técnicos y sociales de quien aspira a gobernar.
El primer grupo de criterios es la integridad. Ningún título o promesa compensa un historial de corrupción, condenas judiciales o enriquecimiento inexplicable. Un candidato con procesos abiertos, sanciones o aliados cuestionados debe ser considerado de alto riesgo. La transparencia patrimonial es un marcador confiable: quien oculta sus bienes o evita rendir cuentas difícilmente actuará con honestidad en el poder.
El segundo grupo mide la competencia técnica y la experiencia. Un aspirante sin formación sólida o sin resultados verificables en la gestión pública probablemente improvisará o dependerá de asesores con intereses propios. Aquí no se trata de exigir doctorados, sino de evidencias: ¿ha administrado recursos públicos? ¿cumplió metas medibles? ¿rindió cuentas con datos verificables?
El tercer grupo examina la coherencia y la independencia. Un candidato que cambia de partido con cada elección o se alía con clanes políticos dudosos demuestra oportunismo, no visión. La coherencia entre lo que dice y lo que ha hecho es el mejor predictor del futuro comportamiento.
También es clave revisar su capacidad de liderazgo y de conformar equipos. Nadie gobierna solo: los equipos definen el estilo de gestión. Si el entorno del candidato está compuesto por familiares, contratistas o viejos caciques, el mensaje es claro: se privilegia la lealtad sobre el mérito.
Por último, la propuesta de gobierno debe ser evaluada con rigor técnico. Planes sin sustento financiero o metas imposibles revelan populismo. Un programa serio incluye costos, fuentes de financiación y plazos verificables.
Aplicar esta lista —con puntajes para cada criterio— permite clasificar objetivamente a los candidatos entre muy recomendables, aceptables o de alto riesgo. No elimina el sesgo emocional del voto, pero lo complementa con razón y evidencia. El voto informado no es ingenuo ni antipolítico; es el antídoto más eficaz contra el clientelismo y la corrupción. En un país donde los escándalos son cotidianos, la ciudadanía necesita dejar de votar por simpatía o por miedo y empezar a hacerlo por mérito y ética. La democracia no se fortalece con promesas, sino con ciudadanos que exigen rendición de cuentas antes de entregar su confianza. Votar bien es, en el fondo, un acto de cirugía social: extirpar lo enfermo y preservar lo que aún puede sanar.








