Por: Carlos Tobar
Me gusta ver los partidos de futbol de la selección Colombia de mayores sin la compañía de nadie. Por una razón muy sencilla: me carcome la ansiedad. Aunque mi afición a los deportes viene desde los primeros años de vida: mi papá era un fanático de los deportes y del futbol en particular, los nervios como parte de la pasión que generan las actividades de competencia ha sido parte de mi ser.
Recuerdo mis primeras competencias infantiles, donde la frustración de las derrotas me costó noches de insomnio e innumerables pesadillas. Revolcándome en la cama rumiaba las mil y una formas como habría podido salir triunfante. Un hábito que luego iba a reproducir, con ansiedades parecidas, en la función de aprendizaje del lenguaje, de cómo comunicarme, y, más tarde en mi relación con los retos del saber en general.
Pero, el origen fue mi relación con el deporte competitivo. Mi primera experiencia fue la natación. En una época en donde en Neiva no había sitios adecuados para practicar ese deporte: ni en la ciudad, ni en la región había piscinas de 50 metros, aprendí a nadar con estilos (a excepción del estilo mariposa) de manera autodidacta. Mirando a otras personas, directamente, o en películas en cine y televisión. Y, así competía, más contra mí mismo que contra rivales, pues quienes practicaban ese deporte eran tan aficionados como yo.
La práctica en piscinas que no eran las más adecuadas desde el punto de vista sanitario me llevó a contraer una grave sinusitis que me retiró a la brava de esa primera experiencia competitiva a la edad de 11 años.
Luego me aficioné con una pasión a veces insana al basquetbol. Un deporte en el que unos primos mayores habían sido destacados deportistas: Abraham y Jorge Tobar Rojas, integrantes de “la aplanadora opita”, un equipo del Huila que alcanzó múltiples triunfos a nivel nacional e internacional.
Digo que pasión insana porque no medir el uso del tiempo entre el deporte y el estudio me llevó a perder un año lectivo en el que fui por esa razón el mejor deportista, pero el peor estudiante. La lección de vida fue aprender a medir la importancia de los esfuerzos que como personas hacemos en nuestra vida cotidiana. Al año siguiente, me perdió el deporte y me ganó el amor por el saber.
Todo este cuento lo estoy echando es para destacar la alegría que nos ha dado la selección nacional de futbol de mayores que por séptima vez clasifica a esta justa mundial del, tal vez, el más importante de los deportes de masas.
No es una alegría cualquiera, porque en un país donde el fundamento que nos uniera como nación debería ser el desarrollo económico, social, ambiental, político y cultural, el ser un país avanzado de nivel mundial en el que la prosperidad cobijara a la mayoría de los ciudadanos: la realidad es otra.
Un desarrollo tan precario que mantiene en condiciones indignas a la mayoría de los colombianos, tanto que no nos queda sino la ilusión de unirnos alrededor de una selección nacional en la que destaquemos con los mejores del mundo.
Neiva, 15 de septiembre de 2025








