Por Ramiro Andrés Gutiérrez Plazas
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Llegó San Pedro y, como cada año, el Huila se viste de fiesta. Las empresas celebran sus tradicionales “sampedritos”, las familias se reúnen en casa y el ambiente festivo se respira en cada rincón. Es, sin duda, una de las épocas más esperadas. Pero también es, tristemente, un momento en el que se normaliza el consumo excesivo de alcohol. Lo más alarmante: muchos niños y adolescentes participan de esta costumbre como si fuera algo natural.
Según el Ministerio de Justicia y del Derecho, en Colombia la edad promedio de inicio en el consumo de alcohol es de apenas 13 años. Este dato, que debería escandalizarnos, suele pasar desapercibido. Lo digo desde la experiencia: yo comencé a beber a esa edad. Lo que empezó como un juego o una forma de “encajar”, pronto se convirtió en un hábito que trajo consecuencias en mi vida académica, familiar y personal. El alcohol distorsionó mi concepto de diversión, y durante años cualquier celebración, o incluso cualquier tristeza, era la excusa perfecta para beber.
Al mirar atrás, encuentro múltiples factores que contribuyeron a esa decisión temprana. Uno de los principales fue la falta de una educación clara y coherente sobre el consumo de alcohol. En casa, aunque se decía que «beber es malo», el trago nunca faltaba en las reuniones familiares. En televisión, los comerciales de licores eran comunes, y hasta la camiseta del equipo de fútbol local llevaba el logo de una cerveza. En el colegio, jamás vi una campaña seria de prevención; al contrario, los que más bebían eran los más admirados, los que “mandaban la parada”.
Tampoco ayudaba mi baja autoestima. A esa edad uno cree que necesita alcohol para tener valor: para bailar, para hablarle a la niña que le gusta, para sentirse divertido o más interesante. Y si no era por decisión propia, la presión social hacía el resto. Encajar en el grupo muchas veces exige pagar el precio de seguir conductas riesgosas. A todo esto, se suma el acceso casi libre: aunque la venta a menores está prohibida por ley, todos sabemos lo fácil que es conseguir una botella.
Sé que mi historia no es única. Las razones pueden variar, pero el patrón se repite: ausencia de límites claros, doble discurso en el hogar, presión social, baja autoestima y falta de control en la venta de licor. Por eso, no podemos seguir ignorando este problema ni dejarlo solo en manos del Estado.
Desde nuestros hogares podemos marcar la diferencia. La solución empieza por hablar con nuestros hijos, sin prejuicios ni castigos. Acompañarlos en su crecimiento, darles atención real, enseñar con el ejemplo y fomentar actividades que fortalezcan su autoestima. La prevención no solo está en decir “no tomes”, sino en mostrarles alternativas sanas y constructivas.
La pregunta no es si el problema existe, sino ¿cuánto más estamos dispuestos a normalizarlo?








