Por: Juanita Tovar.
La serie Adolescencia trasciende cualquier innovación cinematográfica al capturar, mediante un impactante plano secuencia, la complejidad emocional y existencial de esta etapa vital. Cada decisión se presenta como irreversible, cada error como eterno, reflejando el territorio incierto en el que transitan millones de jóvenes. Esta representación cruda e incómoda funciona como espejo de un sistema social que oscila entre la protección y el castigo, sin ejecutar con eficacia ninguno de los dos.
Durante décadas, el derecho penal colombiano adoptó un enfoque paternalista hacia los menores, basado en su inimputabilidad absoluta. Esta visión, heredada del positivismo del siglo XIX, asumía que los adolescentes no eran plenamente conscientes de sus actos. Sin embargo, el incremento de delitos juveniles violentos en los años 90 y 2000 expuso las fallas de este modelo, pues al priorizar la protección sin exigir responsabilidad, se fomentaba una impunidad que debilitaba el sistema penal.
La Ley 1098 de 2006 y la creación del Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA) marcaron un cambio hacia teorías funcionalistas influenciadas por el derecho penal alemán. Esta nueva visión reconoce al menor como sujeto de derechos y deberes, y busca un equilibrio entre sancionar y educar. Aunque el proceso es diferenciado, contempla consecuencias reales que sostienen la legitimidad del sistema sin caer ni en la indulgencia excesiva ni en el punitivismo adulto.
A pesar del avance normativo, el modelo sigue siendo objeto de debate. Las altas cifras de reincidencia y el deterioro institucional del ICBF evidencian que la transformación legal no es suficiente. La raíz del problema sigue en la exclusión social, la desestructuración familiar, el consumo de drogas y la falta de oportunidades.
La Fiscalía reportó en 2023 más de 12.000 adolescentes vinculados a procesos penales, con alzas preocupantes en delitos como el microtráfico y los homicidios. Lejos de confirmar una generación más violenta, estos datos revelan el fracaso de una estrategia centrada en el castigo tardío. La figura del “gamín” de los años 80 y 90 ha sido reemplazada por jóvenes reclutados por redes criminales que los instrumentalizan en actividades ilícitas, convirtiéndolos en agentes de riesgo más sofisticado.
El sistema está saturado: escasean los centros especializados, los procesos judiciales se dilatan y las medidas pedagógicas muchas veces se reducen a actividades simbólicas. La serie Adolescencia muestra con crudeza esta realidad: sus personajes no son monstruos, sino víctimas de hogares fragmentados, de una era digital que funciona como cáncer para niños y jóvenes, de escuelas excluyentes y de un Estado que llega tarde, cuando el daño ya está hecho.
Paralelamente, una crisis silenciosa golpea la salud mental juvenil. Estudios de la Universidad de los Andes indican que uno de cada tres estudiantes ha sufrido acoso escolar, y uno de cada cinco ha pensado en el suicidio. Las redes sociales han amplificado el matoneo, convirtiéndolo en una agresión permanente y viral, que deja secuelas emocionales profundas. Esto obliga a replantear cómo juzgamos la conducta delictiva cuando muchas veces los agresores son también víctimas invisibles.
El verdadero reto que plantea la serie no es jurídico ni técnico, sino profundamente social. Demuestra que los padres, que permitimos la exposición de redes sociales a nuestros hijos, vivimos en la total ignorancia frente a cómo se comunican ellos, pues cada emoticón o emoji tiene un significado que muchos padres desconocemos. Por esta razón, la serie exige repensar la crianza, la educación y las políticas públicas. Es urgente crear entornos que escuchen y prevengan antes que castiguen, y que comprendan a los jóvenes no como amenazas, sino como síntomas de una sociedad que necesita reconstruirse y ser incluyente, y no solo que los veamos como el dolor de cabeza de los papás. Porque mientras no ataquemos las causas, la adolescencia dejará de ser una etapa de tránsito y se convertirá en tragedia eterna, que en muchos casos puede terminar en la cárcel o el suicidio.








