Por: Ramiro A Gutiérrez P.
Vivimos tiempos en los que cada conversación parece una batalla y cada opinión una competencia. Hoy todo el mundo quiere tener la razón, imponer su punto, dejar claro que “sabe”. Y en medio de esa pelea diaria, la humildad se volvió una virtud escasa. No porque no la valoremos, todos decimos admirar a la gente sencilla, sino porque, en la práctica, nuestra sociedad recompensa más al que nunca duda que al que escucha; más al que se impone que al que reflexiona.
Lo vemos a diario. A mucha gente le cuesta admitir un error. Decir “me equivoqué” parece una derrota. Pedir disculpas se interpreta como debilidad. Cambiar de opinión es casi un pecado. Y lo curioso es que no se trata de maldad, se trata de miedo. Miedo a quedar mal, a perder autoridad, a que otros piensen que no somos tan sólidos como aparentamos.
Esa falta de humildad se siente en la casa, cuando las conversaciones se vuelven monólogos disfrazados de diálogo. Se siente en el trabajo, donde algunos confunden liderar con mandar. Se siente en la política, donde sobran discursos y faltan oídos atentos. Y se siente en la calle, en el día a día, donde nadie quiere ser el primero en ceder un espacio, en callar un segundo o en reconocer que no tiene todas las respuestas.
Pero la humildad no es agachar la cabeza. No es dejarse pasar por encima. No es resignarse. La humildad es una inteligencia distinta, la de entender que ninguno tiene el paquete completo, que todos podemos aprender de cualquiera y que cambiar de postura no nos hace más pequeños, sino más maduros. Humildad es ese segundo de pausa que cuesta tanto, escuchar antes de responder, preguntar antes de atacar, considerar antes de descartar.
El problema es que la sociedad actual no nos ayuda. Todo es rápido, urgente, inmediato. Todo exige reacción. Las redes sociales, por ejemplo, han convertido la opinión en un arma. Nadie escucha, se dispara primero. La conversación pública se volvió una batalla donde lo importante no es comprender al otro, sino “ganarle”.
Y, sin embargo, es justamente la humildad la que sostiene todo lo que vale la pena. No hay innovación sin duda. No hay relación que se cuide sin reconocer errores. No hay comunidad que crezca desde la soberbia. La humildad permite ver lo que el orgullo nos tapa, los matices, los límites, las razones del otro.
Además, la humildad dignifica. La persona humilde no necesita gritar ni imponerse. No necesita humillar. Su fuerza está en la serenidad. Y en una época tan cargada de tensión, ser humilde es casi un acto de valentía. Por eso es tan rara, porque exige coraje, el coraje de mirarse hacia adentro y lidiar con el ego, aunque duela.
Al final, ¿queremos tener la razón o queremos tener paz? ¿Queremos ganar discusiones o construir algo que dure? La humildad no resuelve todos los problemas, pero abre puertas que el orgullo mantiene cerradas. Y quizá, si empezamos por gestos pequeños, podamos cambiar más de lo que imaginamos.








