Diario del Huila

Sabemos lo que hacemos

Nov 28, 2025

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Ruber Bustos

Toda mi vida ha transcurrido entre cafetales. Antes de que yo existiera, ya mi familia sembraba café, y desde niño crecí escuchando historias de cómo los abuelos vieron nacer la organización que nos cambió la vida: la Federación Nacional de Cafeteros. Ellos no hablaban de ella como una institución lejana, sino como una compañía permanente en los caminos de tierra, en las cosechas, en los tiempos buenos y también en los malos.

De niño, en los años 70, lo que yo más admiraba era ver llegar a los extensionistas. Con su libreta bajo el brazo y las botas llenas de barro, aparecían para enseñarle a mi papá cómo mejorar la finca, cómo cuidar el suelo, cómo enfrentar plagas. Para mí eran una mezcla de maestros, amigos y científicos. Y aunque yo no entendía del todo la magnitud de su trabajo, sí entendía que traían soluciones cuando nadie más lo hacía.

En mi juventud, mientras Colombia vivía momentos difíciles, seguíamos recibiendo conocimiento. Yo escuchaba a mi papá contar cómo la Federación había ayudado a enfrentar la roya, la broca, los precios bajos. Cómo los créditos oportunos, las variedades resistentes y la asistencia técnica nos habían sacado adelante más de una vez. “No estamos solos”, decía él. Y yo le creí.

Me tocó ver algo que marcó a todos los cafeteros: la caída del Pacto Cafetero en 1989. Recuerdo la preocupación de mi papá, las conversaciones interminables en la cocina, el miedo de muchos a perderlo todo. Pero también recuerdo que la Federación no se escondió. Al contrario: ahí fue cuando más se hizo presente. Nos enseñaron a hablar de calidad, de valor agregado, de cafés especiales, de identidad. Fue un giro que yo mismo aprendí a vivir ya como adulto.

Luego vinieron otros tiempos turbulentos para el país. Mientras las ciudades seguían marcadas por la violencia, acá en el campo la Federación no dejó de caminar. Renovamos cafetales, aprendimos nuevas técnicas, fortalecimos nuestras familias. Acompañaron programas de educación, crédito y asociatividad. Nos enseñaron que producir café no es solo recolectar cerezas: es cuidar una tradición, proteger un ingreso, sostener un territorio.

Y cuando llegó la pandemia, cuando el mundo entero se detuvo, nosotros no podíamos hacerlo. El café no espera. Lo que más me impresionó fue ver cómo la Federación adaptó todo: la asistencia, la compra, la logística. A pesar de los cierres, ningún caficultor quedó sin vender su producción. En un momento en el que abundaba el miedo, la institucionalidad fue un refugio.

Hoy, he visto renacer a Almacafé, he visto nuevas variedades resistentes, he visto herramientas digitales que jamás imaginé y procesos de industrialización que ya no cuentan una historia vieja, sino el futuro del café colombiano. He visto cómo las mujeres caficultoras lideran, cómo los jóvenes encuentran oportunidades, cómo este gremio se transforma sin perder su esencia.

He visto plagas que se suponía que iban a destruirlo todo. Precios por el piso, mercados impredecibles, rumores de colapso. He visto guerras, crisis económicas y tragedias naturales. Pero también he visto algo más fuerte que todo eso: la capacidad de los cafeteros de este país para levantarse siempre.

No soy economista ni político. Soy un agricultor que conoce el olor del café recién despulpado, que entiende lo que significa que un árbol se pierda y lo que significa que una cosecha salga buena. Y después de tantos años viviendo esta historia, puedo decirlo con certeza:

Sabemos lo que hacemos.

Y mientras haya productores firmes, familias cafeteras unidas y una Federación comprometida con su gente, también sé que lo que viene, por difícil que sea, valdrá la pena.

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