Diario del Huila

Crónica de un súper estadio sin fútbol

Nov 4, 2025

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Por Johan Steed Ortiz Fernández

Neiva no se quedó sin estadio: se quedó con el reflejo de su propia improvisación.

El Guillermo Plazas Alcid es hoy un espejo roto que devuelve la imagen de todo lo que ha fallado: la mala planeación, la falta de gestión, la corrupción y la incapacidad de sus alcaldes.

Una década de promesas inconclusas, contratos fallidos y silencios cómplices nos dejaron sin fútbol, sin equipo y sin propósito.

Entre tanto en el Parque de la Música de Neiva hubo luces, pantallas, tecnología, renders que nos transportaron a la escena de un sueño colectivo.

No hubo un artista convocante ni un actor reconocido: el empresario Felipe Olave, que admitió no ser futbolero, eligió a un exjugador de la Selección y a un comentarista que ha vivido toda su vida del balón para que el escenario respirara estadio.

En la platea, decenas de camisetas amarillas del Atlético Huila. Al costado, un hombre permaneció de pie más de una hora: Albeiro, ondeando una bandera gigante del Huila, como si de ella dependiera la memoria y se salvara la identidad de la ciudad.

En medio del silencio y la nostalgia, su gesto fue una declaración de amor: mientras otros miraban con desconfianza, él seguía creyendo.

El encuadre fue perfecto: primero la pasión, luego el negocio. Activar símbolos de pertenencia para anclar un proyecto hecho a la medida de intereses privados.

Pero la realidad corrió más rápido que el marketing: Horas después, la DIMAYOR inhabilitó el estadio Guillermo Plazas Alcid, y el Atlético Huila armó maletas para jugar fuera, quizás sin regreso.

El discurso del nuevo estadio quedó en 3D: suspendido, en el aire, como un gol anulado por fuera de lugar.

Porque sin equipo profesional en casa, ese “hogar” pierde su razón de ser: un cascaron con buen sonido, un montaje sensacional sin alma, con ocupaciones eventuales que Neiva merece pero que no alcanzan.

Aquí empieza, entonces, la crónica de un vacío anunciado.

Olave regresó a Neiva con un mensaje de pertenencia que, en otro momento, habría sido inspirador: construir un estadio moderno, 100 % privado, en la isla del río Magdalena. Pero esa isla no es un terreno cualquiera: es un fragmento vivo de la ciudad, abrazado por el río, cubierto de vegetación y memoria, un pedazo de naturaleza que ha resistido el abandono.

La propuesta incluye energía solar, parques y eventos culturales, y suena a futuro.

El problema es que llegó en el peor momento: justo cuando Neiva se quedó sin equipo y el estadio Guillermo Plazas Alcid fue cerrado.

Esa coincidencia resume toda nuestra historia reciente: construir sin equipo de futbol, prometer sin cimientos.

Un alcalde que hipotecó el futuro financiero de Neiva, endeudándonos en 28 mil millones de pesos, para reparar una sola tribuna, la occidental, mientras las demás quedarán en ruinas. Para arreglarlas se necesitarían al menos 85 mil millones adicionales, que nadie sabe de dónde saldrán.

En otras palabras: la tribuna occidental costará 56 mil millones, pero seguiremos sin estadio y sin equipo.

Es decir, que aún tardará mucho en volver el alma del fútbol.

Porque no se trata solo de concreto y graderías, sino de confianza, orgullo y pertenencia.

Si el alcalde fue incapaz de impedir que el equipo se fuera, al menos debería ser capaz de reconocer que ya no tiene sentido invertir tanto dinero en una sola tribuna.

Que piense, más bien, en cómo dejar funcional lo que existe y en promover la construcción de un nuevo estadio, donde se cumpla la legalidad, se respete la naturaleza y se garantice una modalidad eficiente, pública o público-privada, que le devuelva a Neiva lo que perdió: la esperanza y la casa del fútbol.

El Plazas Alcid, símbolo de gloria y tragedia, fue declarado en riesgo de colapso.

La Universidad Nacional lo advirtió: las tribunas no garantizan seguridad.

Neiva vuelve al punto cero: sin estadio, sin equipo, sin planeación.

Hay que decir que Felipe Olave no es el villano de esta historia, al contrario, su discurso de pertenencia y orgullo opita tiene valor.

Pero si su sueño nace sin fútbol, corre el riesgo de convertirse en otro monumento a la nostalgia.

Un estadio sin equipo es como una misa sin feligreses: impecable, pero vacía.

El empresario dice que el nuevo estadio  estaría listo en 2028, con ambición internacional.

Sin embargo, si el Atlético Huila sigue jugando fuera, ¿para quién será ese estadio?, ¿Para conciertos de lujo en una ciudad donde cada vez menos jóvenes hacen deporte?.

Porque un estadio no debería ser un lujo ni un negocio: debería ser un orgullo social.

Los propios informes oficiales lo confirman: el Huila tiene un déficit crónico de escenarios deportivos reglamentarios para fútbol, atletismo y patinaje.

En 2019 solo se atendieron 37.612 personas, 20.773 menos que el año anterior.

Eso significa que el 35,5 % de quienes practicaban deporte dejaron de hacerlo.

Cinco años después, la tendencia es peor: los jóvenes tienen menos espacios, menos oportunidades y menos esperanza.

Por eso, cuando un estadio se cierra, no se pierde solo un escenario: se apaga un refugio social.

Menos deporte significa más riesgo, más calle, más abandono.

El estadio debería servir para que los niños vuelvan a jugar ahí, para que las escuelas deportivas o clubes deportivos tengan un lugar digno, para que las familias se reúnan sin miedo.

Esa es la verdadera rentabilidad social.

Celebramos que el sector privado quiera invertir, pero su objetivo será otro: generar ganancias.

Las obras del Estado, en cambio, no se hacen para producir dinero, sino para mejorar la vida de la gente.

Ahí está la diferencia esencial entre la inversión y la vocación pública.

El nombre del estadio no es un adorno.

Se llama Guillermo Plazas Alcid, un líder que soñó en ladrillo, no en aplauso.

Promovió la Universidad Surcolombiana, la Avenida La Toma, la Villa Deportiva, colegios nocturnos y hasta la Fundación Jorge Eliécer Gaitán, de donde nació el colegio Reynaldo Matiz.

Todo eso lo hizo sin renders ni discursos vacíos, solo con visión y sentido de pertenencia.

Ver hoy el estadio que lleva su nombre en ruinas y su legado reducido a promesas inconclusas, debe doler más que el paso de los años.

Gobernar no es repetir experiencias, es tener propósito.

Y eso es justamente lo que más escasea.

La “experiencia” sin sentido de ciudad se vuelve rutina; la juventud sin propósito, improvisación.

Ni los viejos tienen el monopolio de la sabiduría, ni los jóvenes el privilegio del error: lo que falta no es edad, es visión.

Neiva no necesita más discursos, sino coherencia.

El fútbol, con toda su simpleza, era lo único que nos unía sin preguntar por colores ni estratos.

Hoy muchos fingen que no importa, pero en el fondo duele.

Porque una ciudad que pierde su identidad deportiva también empieza a perder su autoestima.

No es el empresario quien pierde. Perdemos todos.

Los que crecimos soñando con la camiseta amarilla, los que vendían empanadas, las cornetas, las banderas; los que lloraron cuando el Ticher Berrío levantaba los brazos y toda Neiva se sentía invencible.

Hoy no queda ni el eco.

Por eso hay que decirlo sin rodeos: todos somos responsables.

Por callar, por votar sin exigir, por confundir cemento con futuro.

El estadio que Neiva necesita no se construye con discursos, se reconstruye con dignidad.

Y esa, a diferencia de los conciertos, no se compra ni se vende.

Hace ciento un año, en esta misma tierra, asesinaron al primer columnista huilense, Reynaldo Matiz, por atreverse a opinar.

Yo supongo que él también estaría de acuerdo con esta opinión: que callar, cuando la ciudad se derrumba, también es una forma de traición.

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