Por: Felipe Rodríguez Espinel
En nuestro país enfrentamos una paradoja institucional, mientras el presidente Gustavo Petro propone una Asamblea Nacional Constituyente como solución a su autoproclamado «bloqueo institucional», la realidad demuestra que lo que denomina bloqueo es simplemente el funcionamiento normal de una democracia con pesos y contrapesos. La pregunta no es si una constituyente es legalmente posible, lo es, pero si no se representa una salida democrática o una huida hacia adelante ante la incapacidad de construir consensos políticos
El gobierno necesita 54 senadores y 86 representantes para aprobar la ley habilitante. Controla apenas 20 de los primeros y 28 de los segundos. No estamos ante una minoría opositora obstruccionista, sino ante una mayoría parlamentaria que ejercita su legítima función de control y equilibrio. Llamar «bloqueo» a la oposición democrática es desconocer la esencia misma del sistema representativo.
Más revelador aún resulta el respaldo ciudadano. Las encuestas muestran que 53% de los colombianos se opone a una constituyente, mientras solo 29% la apoya. La desaprobación presidencial alcanza 62%. En este contexto, pretender que 13 millones de ciudadanos, es decir un tercio del censo electoral, voten afirmativamente en el referendo obligatorio resulta una fantasía aritmética. ¿Cómo espera superar esa cifra ahora que dos tercios del país desaprueba su gestión?
La Constituyente que nos rige nació de un movimiento estudiantil espontáneo que canalizó un clamor nacional frente a la violencia de los carteles del narcotráfico y la obsolescencia evidente de la Constitución centenaria de 1886. Hubo consenso político amplio, respaldo ciudadano abrumador y un referendo que alcanzó 98% de aprobación.
Debemos preguntarnos con honestidad: ¿qué reforma requiere Colombia que no pueda lograrse dentro del actual marco constitucional? La Constitución de 1991 ha sido reformada más de 50 veces mediante actos legislativos. El problema no es la Carta, sino su implementación deficiente. La reforma rural integral pactada en los Acuerdos de Paz puede ejecutarse sin cambios constitucionales. La reforma de salud, laboral o pensional requieren leyes ordinarias, no nueva Constitución. Lo que Petro llama obstáculos constitucionales son, en realidad, resistencias políticas legítimas ante propuestas que no generan consenso.
El costo económico de esta aventura es igualmente preocupante. La inversión extranjera directa cayó 15.2% en 2024; la inversión privada se desplomó 25% en 2023. Colombia mantiene calificación crediticia por debajo de grado de inversión. En Ecuador, la IED cayó 34% durante su proceso constituyente. ¿Podemos permitirnos profundizar la incertidumbre cuando el desempleo alcanza 10.2% y la informalidad 60%? Finalmente, está el factor temporal. El proceso constituyente completo requiere mínimo dos años. Petro tiene menos de 21 meses de mandato. La aritmética temporal es tan implacable como la parlamentaria.
Lo más preocupante de esta propuesta no es su inviabilidad práctica, sino su efecto corrosivo sobre las instituciones. Al presentar la oposición legítima como bloqueo, al intentar evadir controles constitucionales, al movilizar a sus seguidores contra el Congreso y la Corte Constitucional, Petro debilita el tejido democrático que paradójicamente dice defender. Colombia no necesita nueva Constitución. Necesita gobernantes que respeten la que tenemos.








