Por: Ramiro Andrés Gutiérrez Plazas
Vivimos tiempos donde la desconfianza parece haberse convertido en la emoción dominante. En la calle, en el trabajo, en las relaciones personales, incluso en las redes sociales, todos actuamos con un grado de alerta constante. No se trata de paranoia, sino de un mecanismo de supervivencia aprendido, desconfiar antes que decepcionarse, callar antes que exponerse, atacar antes que ser herido. Pero ese estado de vigilancia permanente tiene un costo silencioso, el cansancio emocional de vivir a la defensiva.
Los psicólogos lo describen como una forma de estrés sostenido, una tensión que nunca termina de relajarse. Es el resultado de estar continuamente interpretando gestos, palabras y actitudes, buscando posibles amenazas o malas intenciones. Este tipo de hipervigilancia emocional puede elevar los niveles de cortisol y generar síntomas similares al agotamiento crónico. En pocas palabras, vivir desconfiando todo el tiempo, enferma.
Hace unos días tuve una experiencia que me hizo pensar en esto. Se me varó el carro en una vía no muy segura y, por un momento, pensé que de pronto me podían robar el celular. Sin embargo, en cuestión de minutos comenzaron a detenerse varias personas. Algunas se acercaban solo a preguntar si estaba bien, otras a ofrecer ayuda. Un señor se detuvo y se ofreció a revisar el carro conmigo para ver qué tenía. Incluso otra persona se bajó, me regaló un mango y me dijo que se quedaba acompañándome mientras resolvía la situación. Todo fue genuino, espontáneo, sin segundas intenciones.
Esta experiencia me dejó pensando en algo y es que, muchas veces el miedo no nace de la experiencia directa, sino que se siembra en casa, desde que estamos pequeños.
Nuestros padres, en su deseo genuino de protegernos, nos transmiten sus miedos, “no hables con extraños”, “no confíes en nadie”, “el diablo es puerco”. Esos consejos, aunque son bien intencionados, muchas veces se convierten en un filtro permanente que nos impide reconocer la bondad en los demás.
En Colombia, este fenómeno se agrava por el contexto. Décadas de violencia, corrupción y promesas incumplidas han deteriorado la confianza colectiva. Hemos aprendido a mirar con desconfianza a las instituciones, a los líderes, a los desconocidos y, cada vez más, a los cercanos. La herencia del conflicto no solo está en los campos o en la historia reciente, sino también en nuestra manera de relacionarnos. Nos cuesta creer en el otro porque demasiadas veces hemos sido traicionados. Pero si seguimos dejándonos guiar por el miedo, terminaremos aislados, incapaces de reconocer lo mejor de nuestra gente. Recuperar la confianza, tanto en el otro como en nosotros mismos, no es ingenuidad es salud emocional.
Entonces, ¿hasta cuándo seguiremos viviendo a la defensiva, creyendo que sobrevivir es más importante que vivir?
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