Amadeo González Triviño
Como era de esperarse, una sala de decisión penal del Tribunal Superior de Bogotá, con decisión divida y un magistral salvamento de voto, terminó por absolver de todos los cargos, a uno procesado más de los colombianos, lo cual, no es en ningún momento la última palabra y mucho menos, una sentencia inesperada, como lo han advertido ciertos sectores de la población colombiana.
Este prolegómeno de la administración de justicia, es un juego propio de las formas como la sociedad ha orquestado los fenómenos de la polarización, hasta el punto de que todas las ramas del poder público, están al vaivén de los acontecimientos que trasciendan las expectativas de la modorra existencial, hasta el punto de que, son los personajes y los momentos históricos, los que determinan la interpretación y las elucubraciones que haya necesidad de hacer, para posar como redentores o como pacificadores en un estadio de cosas, donde la violencia cobra todo tipo de matices, hasta el punto de que es la base angular de la vida social, política, económica y hegemónica del poder.
No se necesita ser un conocedor profundo de ese eterno interrogante de la existencia de las desigualdades y de los momentos en los que se haya de ver, lo que para unos es una realidad, y para los otros, una fantasía. Cada individualidad está sometida a los caprichos de su propia locura y se deja envolver y sabrá envolver al otro, a los otros, en la medida en la que su posición dominante sea el epicentro de las miradas o de las proyecciones, para sí o para los suyos.
Es equivocado pensar que la decisión adoptada es una manera de contradecir ese manido cuento de que se le ha puesto un tate quieto a la persecución jurídica o a las formas de ser de un ciudadano, o de que se es víctima de una suma de atropellos, que llevaron a decisiones contradictorias en las instancias que se corresponden en el giro normal de un debido proceso, y no lo es por cuanto, la característica esencial del proceso histórico, nos presenta un panorama incierto y de fatalismo, donde hemos aprendido a convivir con el crimen, el delito y la impunidad, en un sortilegio de extrañas coincidencias y preferencias, que solo un juicio de responsabilidad histórica, podrá hacerlo el día en el que la sociedad logre liberarse de esa suma de prejuicios y de odios y resentimientos que lleva dentro.
Ya lo hemos dicho y advertido en otros textos de opinión: el pueblo colombiano no resiste y no esta preparado para conocer la verdad y por consiguiente, los sofismas de distracción con los que se enrostran las actitudes y los liderazgos, son parte de la parafernalia utilizada para controlar y direccionar los hilos mágicos de quienes como marionetas se mueven en torno a “seres acrisolados”, que pueden sentir como se desmoronan sus formas, en el momento en el que con seriedad se cuestiona su vida y su pasado.
El país sigue su curso. Los seres arremolinados en cada espacio de su confrontación con el otro, no cejarán en su intento por menospreciar o desconocer la esencia de aquellos que un día tuvieron la osadía de pensar diferente o que se atrevieron a levantar su voz, para cantar así sea desafinadamente, una melodía que les llenara el alma del sentimiento de la vida y del amor, que tan precariamente hemos aprendido a conocer y que no hemos alcanzado a disfrutar, como muchos otros puedan haberlo logrado, allende los mares o en las profundidades de su propio silencio y de su propia soledad.
Las formas de ver un juicio jurídico, tienen la virtud de gozar del privilegio de las elucubraciones y de las insatisfacciones de lo dicho o de lo que se quiso decir, para trascender o menoscabar, la idea de quien ha osado dar un veredicto, y las formas del lenguaje jurídico, tienen la capacidad de envolver una misma realidad, con tantos matices disímiles, que solo se necesita tener una toga, para darle visos de acierto y por consiguiente, para profanar a dioses y tumbas, como si este ministerio de la vida, fuera el acierto o el desacierto de la justicia.
Que el paso de los años, que la suma de la experiencia y tantos éxitos como fracasos, hayan adornado una existencia, son suficientes para considerar que lo más elemental de todo en la vida, como un juicio de valor con el que se cuenta, es la rutina cotidiana de lo simple, de lo banal, de lo vacuo, de lo intrascendente, como muchos así lo hacen, lo desean y se entregan al fatalismo de su propia incapacidad de soñar o de tener una esperanza que cambie las cosas o el destino de los seres…








