Las recientes declaraciones del presidente estadounidense Donald Trump, en las que calificó a Colombia como “un centro del narcotráfico” y al mandatario Gustavo Petro como “un pésimo líder”, marcan uno de los momentos más delicados en la relación bilateral entre Bogotá y Washington en los últimos años. Más allá del tono confrontacional, la crisis que se ha desatado revela un deterioro progresivo en el diálogo político y diplomático entre dos países históricamente aliados.
La reacción del gobierno colombiano no se hizo esperar. El presidente Petro calificó las expresiones de Trump como “groseras e ignorantes” y anunció una respuesta que incluye acciones judiciales, movilización social y una estrategia comunicativa internacional. Con ello, busca defender la soberanía nacional y, al mismo tiempo, mostrar a la comunidad internacional que Colombia no se doblega ante ataques personales.
Sin embargo, esta situación exige prudencia y una visión de Estado que trascienda el choque ideológico. Los intereses entre ambos países son amplios y estratégicos: desde la cooperación en materia de seguridad y lucha contra el narcotráfico, hasta la inversión, el comercio y el trabajo conjunto en temas ambientales y migratorios. Romper los canales de comunicación por una disputa política sería un error que podría tener efectos económicos y diplomáticos de largo alcance.
Es innegable que las palabras del mandatario estadounidense son ofensivas y contribuyen a un clima de polarización innecesario. Pero también lo es que la diplomacia debe prevalecer sobre la confrontación. En momentos de tensión, los gestos y las palabras de los líderes adquieren un peso mayor. Por eso, tanto el Gobierno colombiano como sus voceros deben evitar caer en una espiral de descalificaciones que solo profundizaría la crisis.
El embajador colombiano en Washington, junto con el equipo diplomático, tiene la responsabilidad de sostener los canales institucionales y buscar espacios de diálogo que permitan reducir el tono del enfrentamiento. Las relaciones internacionales se construyen con persistencia, no con respuestas emocionales ni discursos de plaza pública.
La historia reciente muestra que Colombia y Estados Unidos han superado momentos difíciles, incluso bajo gobiernos con posturas opuestas. Lo han hecho porque, más allá de las diferencias políticas, existen intereses comunes que resultan vitales para ambos. Hoy, mantener esa línea de cooperación, aunque se atraviese una tormenta diplomática, es una obligación estratégica.
El país necesita serenidad. La defensa de la soberanía no implica el aislamiento ni la ruptura, sino la afirmación de principios con responsabilidad. El presidente Petro debe demostrar que su gobierno puede combinar firmeza con diplomacia. Y la administración estadounidense, por su parte, haría bien en recordar que los vínculos con Colombia no se reducen a un discurso sobre narcotráfico, sino que abarcan décadas de cooperación política, económica y militar.
Esta crisis puede ser una oportunidad para replantear el tono del diálogo bilateral y establecer nuevas bases de respeto mutuo. Pero ello solo será posible si ambas partes eligen el camino de la diplomacia sobre el del agravio. En política exterior, los impulsos son costosos; las decisiones meditadas, en cambio, construyen estabilidad y confianza.
La relación entre Colombia y Estados Unidos no puede medirse por un intercambio de insultos, sino por la capacidad de ambas naciones para resolver sus diferencias en el marco del respeto y la cooperación. En tiempos convulsos, la prudencia vuelve a ser la más valiosa de las virtudes diplomáticas.
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