Adonis Tupac Ramirez Cuellar
Esta semana nuevamente encontré otra publicación en redes sociales acerca de la muerte de una estudiante de medicina, publicaciones que son más frecuentes y dolorosamente se han vuelto parte del panorama como otro dato o estadística del sistema.
La medicina se nos presenta, desde los primeros días de clase, como una vocación luminosa: sanar, acompañar, aliviar. Sin embargo, bajo esa luz intensa, muchos estudiantes y médicos caminan en penumbra. Son los silencios entre turnos, revistas de piso y consultas, las lágrimas que se esconden tras la máscara quirúrgica, los pensamientos que no se confiesan en los pasillos. La imagen heroica del médico —resistente, inquebrantable— contrasta dolorosamente con las cifras que revelan un drama silencioso: la salud mental deteriorada y el suicidio en quienes dedican su vida a cuidar la de otros.
En Colombia, la situación es preocupante. Un estudio de la Asociación Colombiana Médica Estudiantil (ACOME, 2022) reportó que el 32 % de los estudiantes de medicina presentan síntomas clínicamente significativos de depresión y cerca del 12 % ha tenido ideación suicida en el último año. Entre residentes, las cifras son aún más alarmantes: un informe de la Asociación Colombiana de Facultades de Medicina (ASCOFAME, 2023) encontró que 4 de cada 10 residentes experimentan burnout severo y 1 de cada 5 ha contemplado el suicidio. A nivel internacional, la OMS estima que el riesgo de suicidio en médicos es entre 1,5 y 2,5 veces mayor que en la población general, especialmente en mujeres médicas, donde la tasa llega a duplicar la de mujeres no médicas. Las causas no son un misterio: jornadas extenuantes, jerarquías rígidas, exposición constante a la muerte, ausencia de espacios de contención emocional y una cultura que glorifica el sacrificio y castiga la vulnerabilidad. Se nos enseña a diagnosticar, pero no a pedir ayuda. Se nos forma para salvar vidas, pero no a sostener la nuestra cuando tambalea. El estigma sigue siendo brutal: admitir sufrimiento psicológico se percibe como debilidad, una amenaza para la carrera.
Frente a este panorama, la educación médica debe asumir un giro estructural y cultural. No basta con charlas aisladas o líneas de atención. Se requiere integrar en los currículos programas longitudinales de bienestar, salud mental y autocuidado; crear mentorías efectivas con docentes formados en acompañamiento emocional; institucionalizar espacios seguros de reflexión — escritura terapéutica o mindfulness clínico— y establecer rutas confidenciales y accesibles de atención psicológica para estudiantes y médicos en formación.
Además, se deben modificar las condiciones laborales y académicas que perpetúan el desgaste: turnos excesivos, sobrecarga administrativa y ausencia de políticas reales de prevención.
La muerte por suicidio de un médico no es un hecho aislado: es el síntoma de un sistema que no escucha. Cambiarlo implica mirar de frente ese silencio y transformar la formación médica en un espacio donde cuidar de otros no signifique abandonarse a uno mismo.








