Diario del Huila

El 2025 se proyecta como uno de los años más graves en consecuencias humanitarias, según el CICR

Oct 8, 2025

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ALFREDO VARGAS ORTIZ

Abogado y Docente, Universidad Surcolombiana
Doctor en Derecho, Universidad Nacional de Colombia

El año 2025 se proyecta, según datos del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), como uno de los más graves en consecuencias humanitarias de los últimos diez años. Atentados terroristas, homicidios, lesiones personales, desplazamientos, reclutamientos forzados y un sinnúmero de vejámenes nos acompañan día a día, sin que las acciones del Estado y de las autoridades públicas vislumbren una salida a este terrible camino.
En mis más de cuatro décadas de existencia, no he vivido un solo año de paz. Siempre, en los medios o en la vida misma, registramos la crueldad de nuestros compatriotas frente al respeto por la vida.

El problema, creo, radica en que, a pesar de ser un pueblo creativo e inteligente, los colombianos no hemos logrado ponernos de acuerdo en lo fundamental. Nos lo enseñó el profesor Antanas Mockus: la vida es sagrada. Lo expresó Giovanni Pico della Mirandola en su Oración por la dignidad del hombre: el ser humano es la mayor creación de la divinidad. Sin embargo, el irrespeto por la vida se ha convertido en regla en nuestro país.
Por ello, debemos preocuparnos seriamente por lo que está ocurriendo en nuestras mentes, pues Colombia atraviesa una grave crisis de salud mental pública. El mejor ejemplo de ello es el homicidio de Sara Millerey, una mujer trans brutalmente asesinada, hecho que provocó una oleada de rechazo a la transfobia en el país. Lo mismo ocurre con los recientes atentados con artefactos explosivos en el municipio de La Plata, en Cali y en tantos otros lugares del territorio nacional. Todo ello nos lleva a preguntarnos: ¿qué estarán pensando quienes torturaron y asesinaron a Sara o quienes accionaron esos explosivos?

La situación de Colombia es crítica. La cultura del atajo y la cultura mafiosa, que se ha arraigado en nuestra sociedad, no ha podido ser erradicada. Hoy es común ver a personas que incluso veneran a delincuentes: fotografías de Pablo Escobar o de Salvatore Mancuso —por citar solo algunos ejemplos— circulan como símbolos de un orgullo absurdo hacia quienes tanto daño le han hecho al país. Ni qué decir de los comprobados delincuentes en la política, por quienes algunos ciudadanos están dispuestos, literalmente, a morir.

Todo este panorama se combina con una preocupante pobreza intelectual, moral y ética. Gran parte de los jóvenes ya no quiere leer, ni mucho menos escribir; las bibliotecas se han vuelto lugares exóticos. En las zonas rurales, más del 12% de las personas no sabe leer ni escribir, y en las ciudades, entre un 5% y un 6% se encuentra en la misma situación.

Los diagnósticos son claros: necesitamos con urgencia un cambio cultural. Esto solo será posible destinando recursos no para la guerra —como ocurre hoy con los más de 40 billones de pesos invertidos en un conflicto absurdo—, sino para la paz, la educación, la salud, el empleo y, sobre todo, para el arte y la cultura como herramientas poderosas para la transformación social.

Solo con una educación desde la cuna hasta la tumba podremos romper la maldición de la familia Buendía y evitar seguir viviendo otros cien años de soledad, tal como lo advirtió Gabriel García Márquez.

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