Por: Johan Steed Ortiz Fernández
A Bolívar lo usan, pero no lo entienden. Lo invocan en cada discurso como si pronunciar su nombre bastara para justificar los errores del presente. Pero Bolívar no era Petro. Ni su revolución fue resentida, ni su sueño fue destruir lo construido. El Libertador no predicaba el odio de clases, ni creía que el poder fuera una revancha contra los otros. Creía en la libertad, en la educación y en la unión de los pueblos. En cambio hoy, desde el mismo Palacio que un día fue símbolo de república, asistimos a la parodia de un proyecto que divide, improvisa y desgasta a Colombia en nombre de una falsa transformación.
Bolívar soñó con liberar naciones; Petro sueña con controlarlas. Bolívar entendía la independencia como un acto de responsabilidad colectiva; Petro la reduce a discursos que se volvieron incendiarios y a la tentación de reescribir la historia a su conveniencia. Mientras uno creía en el mérito, el otro se enamoró de su propio discurso, convencido de que el aplauso reemplaza los resultados. Mientras el Libertador soñaba con un Estado fuerte, Petro lo debilita entregándolo al caos institucional y al sectarismo político.
Y, sin embargo, sería injusto desconocer que Gustavo Petro fue, alguna vez, un gran congresista. Desde su curul denunció con valentía la corrupción, los abusos del poder y los desastres de gobiernos que confundieron el progreso con los negocios. En los debates, levantó la voz contra la impunidad, incomodó a los poderosos y logró que muchos colombianos abrieran los ojos frente a realidades que el país prefería no ver. Ese Petro del control político, del verbo agudo y la denuncia necesaria, fue el que generó esperanza. Pero el mejor fiscal del pasado resultó ser el peor ejecutor del presente. Porque denunciar no es gobernar, y dirigir un país no es gritar desde un atril.
Algo parecido ocurrió aquí, en Neiva. El hoy alcalde, cuando fue concejal, hacía buenos debates, tenía verbo, cifras y promesas que ilusionaban. Muchos creímos que, al llegar al poder, iba a recuperar la ciudad. Pero le pasó lo mismo que al presidente Petro: olvidó muy rápido lo que exigía desde la oposición. Ambos eran opositores de lujo, pero el poder lo encegueció, los confundió y les generó amnesia. Cambiaron la coherencia por la comodidad del cargo y la crítica por la propaganda.
Un alcalde que, que pensó que con una valla que decía “Neiva te ama”, le iba a demostrar el amor a la ciudad. Pero fue pura propaganda, porque la maltrata todos los días y no la cuida. Amar a Neiva no es posar para la foto, es cuidarla con responsabilidad, con autoridad y con sentido de pertenencia.
Aquí está claro que para ser alcalde no se necesita ser joven, ni haber sido alcalde antes, ni empresario, médico, abogado o ingeniero. Lo que se necesita es conocer la administración pública, conocer a Neiva, tener identidad y sentido de pertenencia. Se necesita coherencia y trabajo en equipo, valorando el talento humano local, y sobre todo, que le duela Neiva.
Se necesita coherencia para interpretar el sentir de las familias neivanas, no discursos vacíos de quienes parecen embajadores de la India: hablan bonito, pero administran mal.
En tres años, Gustavo Petro impuso una marca histórica: 57 ministros han pasado por su Gobierno. Un promedio de uno y medio por mes, como si el país fuera un laboratorio de ensayo y error. Ningún presidente había demostrado tanta volatilidad para dirigir su propio gabinete. La llamada “transformación” terminó convertida en un carrusel de ministros desechables, donde la lealtad pesa más que la competencia y el ego más que los resultados. Cada cambio frena proyectos, interrumpe políticas y deja a las regiones en el limbo. Porque mientras en Bogotá se reparten cargos y aplausos, los territorios deben empezar de cero los proyectos que deberían cofinanciar con el Gobierno Nacional. Así se castiga a los alcaldes, gobernadores y comunidades que no comulgan con la línea política del presidente.
Y mientras tanto, el país sangra en silencio. Si las masacres que hoy enlutan a las familias campesinas ocurrieran bajo un gobierno de derecha, los mismos que hoy callan estarían incendiando las redes y marchando en las calles. Pero como el poder lo tienen ellos, se volvieron cómplices del silencio. Porque no hay coherencia cuando se condena la muerte solo si conviene al relato. No hay moral cuando se justifican los errores si los cometen los propios. Ni hay justicia cuando se pagan tierras al triple de su valor en zonas de reserva ambiental, mientras el campesino real sigue esperando la reforma que le prometieron y que hoy solo existe en los discursos.
El nivel de delirio que maneja el presidente es tan evidente que todo lo que hace parece destinado a inflar su ego. En Ibagué se creyó ídolo por un discurso que nadie presenció, revolucionario por gritar barbaridades con un megáfono y líder por gobernar a punta de trinos. Dijo que recogerá 2.500.000 firmas para convocar una Asamblea Nacional Constituyente, como si Colombia necesitara una nueva Constitución y no un presidente que respete la que ya existe. Ya el sol le alumbra la espalda y la soledad lo empuja al delirio: quiere reescribir la carta que ayudó a redactar, la misma que juró desarrollar y no cumplió.
Como Aureliano Buendía, parece condenado a repetir guerras que ya nadie quiere librar. Habita su propio Macondo, donde los discursos sustituyen la realidad y el poder se volvió espejismo. Solo que aquí no hay magia, sino soberbia. Colombia parece condenada, como los Buendía, a repetir su historia: creer en falsos redentores, en profetas del caos y en caudillos que prometen refundarlo todo mientras destruyen lo poco que queda.
Bolívar no era un santo, pero entendía el poder como un deber. Petro lo vive como un escenario. Bolívar no hablaba de “vivir sabroso” sino de vivir con dignidad; no necesitaba enemigos, sino principios; no destruía instituciones, las fundaba. Lo suyo fue sacrificio, no populismo. Lo nuestro hoy es desconfianza, improvisación y un país que siente vergüenza de ver cómo se burlan de su historia.
Bolívar creía en la libertad, no en la manipulación. En el progreso, no en el retroceso. En la unidad, no en la división. Si hoy regresara, no marcharía al lado de quienes destruyen su legado, sino con quienes aún creen que la patria no se improvisa, que la libertad no se decreta y que Colombia se defiende con principios, no con populismo.
Ya sabemos cómo nos gobierna la derecha y cómo lo hace la izquierda. Ambos extremos han tenido su turno y sus promesas rotas. Pero lo que necesita Colombia no es más ideología: es recuperar los valores de la familia, el trabajo honesto y la justicia social que Bolívar soñó para su pueblo. Hoy más de 18 millones de colombianos viven en la pobreza, y otros seis millones apenas sobreviven en la extrema pobreza. Esa debería ser la prioridad, no la vanidad. Porque el verdadero cambio no está en refundar la Constitución, sino en rescatar el alma del país que se nos está perdiendo entre el ruido del poder y el silencio de los que aún creemos.
Bolívar no era Petro.
Y Colombia tampoco es un experimento político.
Es una nación que merece respeto, rumbo y esperanza.








