Diario del Huila

De la foto que unió a Europa al discurso que divide al mundo

Sep 24, 2025

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La imagen permanece grabada en la memoria colectiva del siglo XX. Era el 22 de septiembre de 1984. Bajo un cielo nublado y frente a las cruces que sembraban el paisaje de Verdun, el canciller alemán Helmut Kohl y el presidente francés François Mitterrand, de pie y con el cuerpo inclinado por el peso de la historia, se tomaron de la mano. No fue un apretón protocolario, sino un gesto largo, silencioso, un acto de reconocimiento mutuo del dolor infligido y recibido. En ese campo, donde setenta años antes más de un millón de hombres se desangraron en una de las carnicerías más absurdas de la Primera Guerra Mundial, dos líderes de naciones enemigas acérrimas pidieron perdón por los muertos.

Aquella fotografía era la materialización de una idea poderosa: que la paz no es la mera ausencia de guerra, sino una construcción activa, dolorosa y consciente, cimentada sobre la memoria de la tragedia y la humildad de reconocer la propia falibilidad. Cuatro décadas después, la estela de ese momento se ha disipado en el aire enrarecido de nuestra época, y hoy nos encontramos más cerca de los horrores de una nueva conflagración mundial que de aquella tan anhelada paz perpetua.

En este contexto de creciente zozobra, la Asamblea General de las Naciones Unidas que se celebra esta semana debería ser el faro que guíe la navegación internacional en medio de la tormenta. Sin embargo, lejos de ser un espacio de conciliación, se ha convertido en el síntoma más evidente de la parálisis y de la irrelevancia progresiva de las instancias multilaterales. Hubo un tiempo, durante la Guerra Fría y las décadas siguientes, en que la Asamblea General de la ONU era un escenario de importancia capital: el lugar donde las jóvenes naciones descolonizadas podían alzar su voz, donde se dialogaban las tensiones entre los bloques y donde, a pesar de todo, se tejían alianzas improbables.

La propia creación de la ONU fue la respuesta institucional al trauma de la Segunda Guerra Mundial: un pacto entre naciones para que los horrores de Auschwitz y de Hiroshima no se repitieran jamás. Durante un tiempo, fue un dique de contención, imperfecto pero real, que logró administrar los momentos más agitados de la edad contemporánea, evitando que la rivalidad entre superpotencias degenerara en un holocausto nuclear.

Hoy, esa capacidad de armonización brilla por su ausencia. La Asamblea se ha degradado hasta volverse un teatro de sombras donde lo que prevalece no es la búsqueda de consenso, sino la exacerbación de la polarización. El discurso del presidente Donald Trump, fue la confirmación más cruda de este divorcio. Su alocución no fue un llamado a la unidad, sino la ratificación de un mundo fracturado. Bajo la consigna de “Paz a través de la Fortaleza”, Trump no habló de cooperación, sino de transacciones bilaterales; no mencionó el derecho internacional, sino la “soberanía absoluta”.

Su retórica fue un déjà vu agravado: volvió a denostar a la ONU como un foro burocrático y disfuncional que coarta la libertad de acción de Estados Unidos, pero esta vez con una advertencia más compleja. Afirmó que su administración evaluaría la continuidad de la membresía y financiación estadounidense si la organización no emprendía una “reforma total” que eliminara lo que llamó “los privilegios de potencias revisionistas”, un claro guiño a sus actuales adversarios geopolíticos.

El mensaje fue la antítesis absoluta del gesto de Kohl y Mitterrand. Donde ellos mostraron humildad, Trump proyectó fortaleza; donde ellos honraron la memoria compartida de la tragedia, él enfatizó la primacía del interés nacional sin concesiones. Criticó con dureza los “discursos vacíos” de los líderes de países en desarrollo, a quienes tachó de “estados fallidos pidiendo limosna”, mientras elogiaba a las naciones aliadas que, según él, “cumplen su parte” en un orden basado en bloques de influencia. Su discurso no buscaba construir un piso común, sino demarcar trincheras.

Pero esta incitación al odio y a la división no es patrimonio exclusivo de las grandes potencias. En nuestra propia región, dirigentes como Gustavo Petro en Colombia, si bien desde una retórica opuesta a la de Trump, también contribuyen a esta polarización global. Petro envuelve sus proclamas en narrativas pintorescas y lugares comunes extraídos de la literatura de Gabriel García Márquez, disfrazando un mensaje de confrontación de clase y antiimperialismo visceral con un aura de realismo mágico. Al hacerlo, no construye puentes: los quema. Sustituye el análisis complejo por consignas sectarias, alimentando el mismo ciclo de antagonismo que, en última instancia, hace imposible la diplomacia y allana el camino para la violencia.

Estamos, pues, en un mundo cada vez más difícil, donde la reflexión pausada es sustituida por el insulto veloz y donde la sombra de la guerra se alarga sobre nuevos y viejos conflictos. La Asamblea General de la ONU necesita con urgencia dejar de ser un escenario de discursos baldíos y recuperar su espíritu fundacional. Requiere líderes con la talla moral de aquellos que se tomaron de la mano en Verdun, capaces de anteponer la memoria de los millones de muertos anónimos a sus ambiciones de poder inmediato. La pregunta que nos urge, después de escuchar los discursos de este septiembre de 2025, es si prevalecerá el gesto de la mano extendida o la soberbia del puño cerrado. De la respuesta depende no el orden mundial, sino la posibilidad misma de un futuro compartido.

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