Emérita Roa de Calderón cumple hoy 100 años de vida. Esta enfermera barayuna con una memoria vívida, quien recibió en sus manos más de cincuenta niños en la primera mitad del siglo XX, habló con Diario del Huila sobre su vida. ¡Feliz cumpleaños doña Eme!
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Por: Gustavo Patiño / Fotos: Sergio Reyes
Dos, son los recuerdos más profundos de Emérita Roa de Calderón: cuando casi se muere y sus primeros años de vida, cuando llegó a la casa de sus abuelos. Fue recién entrados los años treinta del siglo pasado, su madre había muerto en 1934 y de su padre sabía poco, por lo que, al quedar huérfana de madre, fueron sus abuelos los que se encargaron de su crianza. En esa época Baraya era un pueblo aun lleno de carencias, “como no había acueducto, entonces nos tocaba ir hasta el río antes de que las lavanderas empuercaran el agua, para cargar el agua de consumo y llevarla en tinajas hasta la casa, y también bañarnos”, asegura.
Sería una mentira decir que, a pocos días de cumplir un siglo, a doña Emérita no se le noten los años; al revés, se le notan en su caminar pausado y paciente con espalda encorvada, con esfuerzo, a veces sola, a veces apoyada en su bastón o en el brazo de alguna de sus hijas, hijos, nietos y hasta bisnietos. Lo impresionante es que esta mujer centenaria, madre de 12, abuela de 41 y bisabuela de 21, tenga una memoria tan vívida, con fechas y nombres exactos.
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Una ‘rebeldía’ sensata
“El anhelo por el estudio para mí era una obsesión tremenda, yo decía para mí, ‘no, yo tengo que hacer algo en la vida’. Le dije a mi abuela, ‘Abuelita, me hace el favor y me pone a estudiar’, ella dijo, ‘¿eso para qué, mija? eso no sirve para nada’; le dije, ‘no señora, sirve para mucho, y si usted no me matricula, yo que me voy de la casa’”, señala doña Eme, mientras aclara que el ser tan juiciosa, obediente y aplicada le permitió aprender mucho, rápido y conseguir trabajo pronto.
Dos días después de haberle pedido a su abuela que le permitiera estudiar, su solicitud se hizo realidad, “ese día me dijo ‘mija, de una vez lleve ropa y báñese. Arréglese’ y a las 6 de la mañana, dichosa como nunca en la vida, yo era una pelada que no tenía ni nueve años, pero para mí fue una satisfacción muy grande. Y ella se fue y me matriculó. Todos los días, yo me iba en ayunas, ella iba a la hora del recreo y me llevaba el desayuno, pero yo no yo no sentía hambre, yo no sentía, yo sentía era feliz, me sentía complacida”.
Terminó de estudiar en la década del 40. Fue mientras cursaba el grado quinto, que llegó el médico al pueblo, lo conoció por medio de una tía que le arreglaba la ropa, “se llamaba Luis Eduardo Gutiérrez, por medio de mi tía que le arreglaba la ropa él me conoció. Un día hablando con ella le dijo que si a mí no me gustaría entrar al centro de salud a trabajar. Entonces, la tía me contó y le dije yo, ‘claro, si él ve que yo tengo capacidades de poder desempeñar ese oficio, claro, yo voy’”, señala “¿de dónde saqué la vocación? Yo creo que, de mi abuela, porque ella era la que cuidaba a los heridos y enfermos que bajaban del campo”, agrega.

Trabajando desde temprana edad
Así, luego de terminar la primaria, empezó a trabajar en el puesto de salud. “Eso fue en el año de 1942, claro, ahí trabajé durante tres años, El doctor me enseñó cómo se preparaban las fórmulas, las pastillas, las papeletas, las cápsulas, las suturas, colutorios, todo eso él me enseñó. En las horas fuera de lo que estaba haciendo, las actividades de otras cosas. Pero él veía que yo me desenvolvía siempre sin nunca llamarle la atención por nada”, narra con orgullo.
Tiempo después, le llegó la oportunidad de viajar a Neiva para estudiar, allí entró al colegio La Presentación, donde estudió dos años, “Yo siempre honesta, cumplidora de mi deber, nunca, nunca tuvieron que llamarme la atención por un descuido porque derrame o porque rompí un ojete. No, eso en mí no sucedió nunca, tan así es que cuando terminé me fui para Bogotá y trabajé en el centro de salud del barrio Centenario, donde trabajé otros tres años”.
A Benjamín Calderón, quien fuera su esposo durante casi cincuenta años, lo conoció en su adolescencia gracias a Inocencio, el tío de una amiga muy cercana en su adolescencia. Benjamín era pariente cercano de Inocencio, pero el amor floreció solo hasta después de que ella regresó de Bogotá, “cuando regresé a Baraya nos reencontramos y recordamos el tiempo de nuestra adolescencia y fue cuando decidimos casarnos, yo me casé el 18 de mayo de 1946, él murió el 3 de agosto de 1994, estábamos ya próximos a cumplir los cincuenta años de casados”.
La vida matrimonial
“Nosotros llevamos una vida muy amena, porque él siempre fue muy cumplidor de su deber. Tuve hijos, 12 hijos y tan solo un aborto”, asegura doña Eme, “él era cumplidor y yo trabajadora como nunca, yo le dije, ‘mire, yo no me quiero estar sentada en una silla meciéndome, ni quiero estar leyendo novelas. Y esa en esa época no estaba la tal televisión. Yo tengo que tener oficio, en qué emplear mi tiempo, cómpreme una máquina. Me compró la máquina y aprendí la modistería, fuera de bordar, cosía y trabajaba en la enfermería”. Doña Eme se convirtió en la partera de Baraya, pues acompañaba a las mujeres en gestación, durante el parto y después las seguía visitando, para hacerles seguimiento en lo que necesitaran, “yo creo que recibí más de cincuenta niños, por pocos”, asegura, “yo no desamparé nunca mi hogar. Y como los partos casi todos eran en la noche, yo en el día los visitaba tres veces a la semana, como es la costumbre de ir a visitar las parturientas y a la vez cuidar los niños”.

Pero llegó La Violencia
Benjamín había comprado un lote, donde también construyó una casa. Dentro de la casa montaron una tienda, en la que vendían de todo. La gente les compraba y les ‘truqueaba’ la mercancía, la leche y los abarrotes por café. Pero todo cambió dos años después, el 9 de abril de 1948 asesinaron a Jorge Eliecer Gaitán y estalló en el país La Violencia, que partió en dos la historia Nacional. Doña Eme vio cómo el negocio familiar se fue quebrando poco a poco, ya no llegaba nadie a comprar o intercambiar los productos que ofrecía, “muchos se fueron para otra parte, nunca nadie nos volvió a pagar 5 centavos. Entonces quedamos en la miseria”, narra entre lágrimas.
Pero la fuerza y verraquera de doña Eme fue la que permitió que su familia saliera adelante a pesar de todas las dificultades, “ay, yo le pedía a mi Dios. Le dije ‘ay, aleluya, señor, ayúdame’. Yo puedo organizarme de alguna manera. Le pedí tanto a Dios. Y dije, ‘No, yo me tengo que salir de este pueblo’ entonces en esas se presentó la política”. En medio de la campaña presidencial ella recordó que había ayudado a una de sus tías a hacerle un banquete a Alberto Galindo y aprovechó que él estaba en Neiva y fue a pedir que le ayudara, “ese día llegué timbré ahí en el hotel Plaza y salió el que estaba encargado y dijo, ‘¿Qué se le ofrece?’ Le dije, ‘Yo quiero hablar con el doctor Galindo’, ‘¿Quién me necesita?’ ‘Fulana Saeta, sobrina de Servanda, la que les preparó el banquete allá en Baraya’”, en ese instante Alberto Galindo la hizo subir al cuarto piso, donde estaba, “le conté toda la situación que estábamos viviendo y que habíamos quedado con los brazos cruzados. Entonces, dijo, ‘Tranquila, mire, en Bogotá se va a fundar ahorita un barrio. Ya es que va a ser ya”.

Y así fue como se fue para Bogotá, con su esposo y cuatro hijos en edad de estudiar, Galindo les gestionó, además de vivienda, trabajo para ambos, “mi esposo me dijo que quería irse para Girardot, pero yo le dije que para allá yo no me iba a ir a sancochar, que a mí me gustaba Bogotá, porque ya había vivido allá y era muy fresco, yo prefería el fresco”. En Bogotá estudió auxiliar de enfermería y se dedicó a trabajar, a veces hasta doblando turnos, para sacar a su familia adelante, junto con Benjamín. Allá se jubiló y enviudó.
‘Estoy viviendo de gorra’
Otro de los recuerdos más vívidos que tiene doña Eme, es el momento en el que la muerte alcanzó a tocar el hilo de su vida. Fue en una madrugada hace ocho años, se había tomado una pasta para el dolor y se encontraba en su casa, en Neiva. Hacia las tres de la mañana, sintió el cuerpo tenso y frío “fue como si me hubiera caído un balde de agua encima, estaba encalambrada y con las manos y los pies tensos”, asegura. Como pudo, hizo el esfuerzo para ir hasta la cocina y tomarse un agua aromática, buscando calmarse y calentar el cuerpo, “yo le rogaba a Dios ‘ay señor ayúdame por favor’, y como pude me fui yendo hasta la cocina, afortunadamente soy muy organizada y a oscuras pude encontrar la olleta. Yo le pedí a mi Dios que me diera licencia de llegar hasta el teléfono. Y fui al teléfono y le marqué a Marta. Y dijo, ‘Ay, ¿qué le ha pasado, mija?’ Le dije, ‘No, me ha pasado una cosa horrible’ y yo, ¿qué hago?, me dijo ‘alístese y espéreme que ya voy por usted’”.

Cuando llegaron a urgencias, doña Eme caminando con dificultad del brazo de Marta, los médicos se sorprendieron, no entendían cómo una mujer de 92 años, que había acabado de sufrir un pre infarto, pudiera entrar caminando. Fue valorada e ingresada a cirugía. Desde ese instante la acompaña un marcapasos, “así que, yo estoy es viviendo como de la gorra”, señala con jocosidad.
Cuando se le indaga por qué ha vivido tanto, doña Eme alza los hombros y pone rostro de incredulidad, “Vaya uno a saber”, señala, pero luego corrige “porque Dios así lo ha querido. Porque es el único que vive en nosotros y que puede disponer de un en cualquier momento. El único”. En cuanto al consejo que tiene para los jóvenes de ahora, desde la espiritualidad que la caracteriza señala que “La confianza en Dios que no hay que perderla en ningún instante. Tener uno la confianza en él y uno saber que siempre estamos en la presencia de Dios. Siempre, así es en el hueco más oscuro, pero estamos en la presencia de Dios. Y también que un uno se gana muchas cosas según las obras”.










