En el teatro macabro de la guerra contemporánea, la humanidad ha desarrollado una distinción perversa y letal: hemos ideologizado el genocidio. En medio del fervor político y la desinformación, hemos creado una fórmula grotesca en la que ahora existen matanzas buenas y matanzas malas. La tragedia ya no se mide por la escala del horror, por el número de niños desmembrados o por la sistematicidad de la destrucción, sino por la bandera que ondea sobre los escombros. Este filtro ideológico, que nubla nuestra visión moral y anula nuestra empatía, encuentra su expresión más cruda y actual en la carnicería que vive el pueblo palestino en Gaza.
Las cifras, frías y abrumadoras, gritan lo que muchos se niegan a oír. Según autoridades de salud de Gaza, respaldadas por organismos internacionales, más de 62.000 palestinos han perdido la vida desde octubre de 2023, de los cuales se estima que más de 18.000 son niños, un número que supera la población infantil de muchas capitales de departamento en Colombia. Pero la muerte no llega solo por las bombas. La ONU y el Programa Mundial de Alimentos han confirmado una hambruna en Gaza City, donde más de 500.000 personas enfrentan condiciones catastróficas, con la población sobreviviendo con menos del 10 % de los requerimientos calóricos diarios. El hambre es un arma. Y los hospitales, santuarios protegidos por el Derecho Internacional Humanitario, han sido atacados más de 516 veces, dejando sin funcionamiento a la mayoría, con médicos operando sin anestesia y pacientes muriendo por falta de suministros.
Una cosa es el rigor legítimo y necesario con el que el concierto internacional debe combatir a grupos terroristas como Hamas, cuya atrocidad del 7 de octubre de 2023 —el asesinato de aproximadamente 1.200 israelíes y la toma de alrededor de 250 rehenes— es indefendible y merece el peso total de la justicia penal internacional. Pero otra cosa, radicalmente distinta, es la respuesta desproporcionada, colectiva y aparentemente diseñada para infligir el máximo sufrimiento a una población civil atrapada. Lo primero es una obligación de seguridad; lo segundo, según la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, se acerca peligrosamente a la definición de un crimen atroz.
Sin embargo, el debate público, en Colombia y en el mundo, no se centra en esta distinción legal y moral fundamental. Se ha perdido en una polarización estéril y dañina: o se está del lado de Israel o del lado de Palestina. No hay espacio para la complejidad, para condenar con igual vehemencia el terrorismo de Hamas y la maquinaria de muerte del gobierno israelí. Se justifica lo injustificable con consignas, se minimizan las muertes de un bando mientras se magnifican las del otro. Hemos creado una taxonomía del dolor en la que algunos muertos valen más que otros, y algunos ni siquiera merecen una mención.
Este desprecio por la vida humana, acogido por justificaciones ideológicas y fundamentalistas, no es nuevo. El Derecho Internacional, ese edificio construido sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial con pilares como las Convenciones de Ginebra, ha quedado reducido a un espectador impotente. Emite condenas “preocupadas” desde la distancia, mientras los bulldozers avanzan y las bombas caen. Su poder coercitivo es nulo cuando los actores son poderosos y cuentan con el blindaje de las potencias globales.
La historia reciente está llena de masacres relegadas a la indiferencia estadística. Tras los Juicios de Núremberg, pocos procesos han logrado una justicia tangible. Los tribunales para la ex Yugoslavia y Ruanda fueron excepciones que confirmaron la regla: la impunidad es la norma. El exterminio de un cuarto de la población de Camboya a manos de los Jemeres Rojos en la década de 1970 es hoy una nota al pie de página. Y en África, genocidios y masacres como los de Darfur (Sudán) o la República Democrática del Congo, con millones de muertos, son tratados como conflictos lejanos y endémicos, sin que la comunidad internacional movilice una fracción de la indignación que otros casos suscitan.
En Colombia lo tenemos tan cerca que duele. Nuestro conflicto ha sido el maestro en la ideologización de la muerte. Durante décadas, hemos justificado, minimizado o negado la barbarie según el autor. Para algunos, las masacres paramilitares eran un “mal necesario”; para otros, los secuestros y ataques de la guerrilla eran una “lucha revolucionaria”. Hemos debatido apasionadamente sobre las etiquetas de “¿falso positivo?” o “ejecución extrajudicial?”, perdiendo de vista lo esencial: un ser humano fue asesinado. La justicia transicional ha intentado, con enormes dificultades, desideologizar el dolor para centrarse en la verdad y la reparación de las víctimas, demostrando que es un camino arduo pero esencial.
Lo que ocurre en Gaza es un eco siniestro de la primera mitad del siglo XX. Ante una tragedia de escala similar, la respuesta global no ha sido la unidad contra la inhumanidad, sino la división tribal. Hemos perpetuado la filosofía de los “muertos buenos” y los “muertos malos”. ¿Qué más necesitamos ver para aprender a respetar la vida humana por encima de cualquier bandera? ¿Cuántas imágenes de niños famélicos bajo los escombros, cuántos informes de organizaciones humanitarias, cuántas resoluciones de la ONU ignoradas harán falta? La única certeza en este panorama de zozobra es el desprecio absoluto por la vida humana. Hasta que no desmontemos este filtro ideológico que nos impide ver el sufrimiento como algo universal, seguiremos condenándonos a repetir la misma pesadilla, una y otra vez, aplaudiendo al verdugo que lleva nuestro color.








