Por Ramiro Andrés Gutiérrez Plazas
ramirogupl1986@gmail.com
El exceso de mensajes motivacionales en redes sociales nos está llevando a confundir espiritualidad con ego y comunidad con exhibición.
En redes sociales se ha vuelto costumbre encontrarnos con una avalancha de consejos para ser felices. Los mensajes motivacionales se repiten hasta decir no más “¡Tú puedes!”, “Debes levantarte a las 5:00 a.m. para ser productivo”, “Manifiesta lo que deseas y el universo conspirará a tu favor”, “Si haces yoga y comes de manera consciente estarás en un nivel superior”. La intención puede sonar chévere, pero en la práctica esto termina siendo tóxico, nos preocupa más mostrar qué hacemos, qué comemos, qué leemos o publicar selfies meditando, que vivir esos procesos con autenticidad. Es como si exhibirlo en redes nos diera un estatus moral más alto, cuando en realidad lo único que hacemos es alimentar el ego.
El problema es que olvidamos algo elemental, la vida también incluye dolor, y no pasa nada si a veces estamos mal. Sin embargo, pareciera que hoy sentirse triste, cansado o desmotivado es casi un pecado. Todo se pretende resolver con frases como “fluye”, “abraza tu sombra”, “suéltalo y sigue”. La espiritualidad, claro, tiene un valor inmenso, y cualquiera que sea la creencia, es válida si nos ayuda a ser mejores personas. Pero reducirla a un eslogan es banalizarla.
El fenómeno del positivismo extremo nos ha encerrado en un “yo” inagotable, yo medito, yo hago yoga, yo soy productivo, yo sigo esta dieta. Esa constante exposición en redes se convierte en competencia silenciosa, donde lo importante no es lo que vivimos, sino lo que los demás perciben de nosotros. Vivimos más preocupados por construir una imagen idealizada que por experimentar de verdad nuestra propia humanidad.
Ahí está el verdadero reto, desarmar el ego y aprender a servir. No se trata de renunciar al cuidado personal; al contrario, es fundamental estar bien para poder dar lo mejor. Y eso implica trabajar en uno mismo con disciplina y paciencia. La terapia, por ejemplo, se convierte en una herramienta necesaria para conocerse a profundidad, comprender nuestras conductas y asumir que los cambios personales toman tiempo. No todo se logra con decretos ni con posts motivacionales en historias de redes sociales.
También debemos reconocer nuestra responsabilidad. En gran medida, las circunstancias que vivimos son consecuencia de nuestras decisiones y actos. Ignorar esto nos condena a vivir creyendo que la suerte, el universo o la “vibra” tienen la última palabra. La madurez consiste en entender que el destino también se construye con cada elección cotidiana.
La invitación es a vivir con autenticidad, a actuar con conciencia y a recordar que la fe, sea cual sea, se ejerce en silencio. Son los actos los que hablan más que las palabras. Porque al final, la mejor religión no está en frases motivacionales ni en publicaciones diseñadas para acumular likes, está en ser buena persona. Y eso, aunque nos incomode a muchos, es algo que ningún filtro, ningún mantra y ningún algoritmo pueden simular.








