Por: Gerardo Aldana García
Colombia se asombra del desorden opresor de Venezuela, de la debacle sangrienta en Palestina, de las esferas aceradas y cortantes en Ucrania y Rusia que matan hasta siete mil seres humanos al día; y, sin embargo, Colombia, pareciera, dar la espalda al raciocinio juicioso sobre el porqué, cada día se crece en nuestro territorio el infortunio que arrasa vidas llenando de cintas negras hogares, iglesias y panteones.
Con fundamento en la lógica de la denominada Ley de la Entropía, bajo el principio matemático y concepto autoría del físico alemán Rudolf Clausius, a partir de su descubrimiento alrededor de 1850, calificada por lo científicos como la segunda ley de termodinámica, se establece que, la entropía total de un sistema aislado nunca puede disminuir con el tiempo, lo que implica que los procesos naturales tienden a un estado de mayor desorden o aleatoriedad. En su comprensión amplia, esta ley se asocia con la tendencia natural de los sistemas a evolucionar hacia un estado de mayor desorganización y desequilibrio, donde la energía se distribuye de manera más uniforme y se vuelve menos eficiente.
Pues bien, si nos trasladamos de la barbarie en otros países y aterrizamos en la colombiana, bien podríamos concebir que, este país, ha iniciado, tal vez con mayor acento en los último tres años, un constante y vigoroso ritmo hacia el desorden, con prevalencia de variables de inseguridad, miedo, desconfianza, estancamiento económico, aumento de la criminalidad, narcotráfico y presencia miliciana en cerca de trescientos municipios, lo que sugiere la configuración de un escenario nacional notablemente entrópico en el cual, las variables de gobierno y gobernanza, se perciben claramente dispersas, de una forma tan aleatoria, evidenciando que el direccionamiento estratégico y control del país escapan sensiblemente del concepto de orden y armonía, características, estas dos últimas, que son plenamente contrarias a la lógica de la entropía. Pero hay que entender que la entropía como ley natural, logrará un crecimiento cada vez mayor, en función del propio desorden de las variables que la configuran; es decir, Colombia tiene cada vez mayor vocación de engrosar la entropía que la consume y la debilita a diario. Esta connotación entrópica se ve fortalecida en cada momento, en cada día, en cada semana de la vida nacional, cuando los ciudadanos hemos terminado con una actitud mental sensiblemente proclive a reconocer y, tristemente, aceptar la normalidad del desastre y el infortunio. Un sentimiento de esta característica habitando en el inconsciente colectivo lleva a la generación de una potente energía que acrecienta la fuerza entrópica hacia impactos negativos en contra de la sociedad y el país.
A partir de esta reflexión inspirada por la lógica de una ley física, resulta igualmente posible analizar las bondades que, por razón inequívoca del fluir de las energías que dan movimiento a la materia, tal entropía nacional pudiese ser alterada para bien del pueblo colombiano, lo cual, sin duda, ha de venir por el camino de la sensatez para organizar nuevamente el espacio del Estado – Sociedad que yace en el mayor desvarío, para lo cual, la esperanza de un mejor gobierno, de un mejor vivir, se convierte en un insumo clave para influir de forma natural los cambios que Colombia merece. Digo que es hora cambiar nuestra forma de pensar; aún en la desgracia que se vive. Es momento de reflexionar, desde la mente, y momento de sentir, desde el corazón, estimulando en la intimidad de cada quién, la noción de que Colombia puede y debe ser mejor. Basta ya de creer que seremos igual a la desgraciada Venezuela; adiós a ese nefasto paradigma de que, como tenemos un presidente de izquierda, y la izquierda colombiana como la latinoamericana son sinónimo de atraso y regímenes dictatoriales, entonces nuestro país tiene que padecerlo; que, no obstante, lo ya padecido, tendríamos que padecer aún más. No, esa es una forma de pensar equivocada que solo lleva a fortalecer, torpemente, pero de forma natural, la tesis del sometimiento a la barbarie y la involución. En su lugar, podríamos recurrir a referentes de comunidades colombianas en donde el entusiasmo está a flor de labios y a la orden del día: Medellín, por ejemplo. Un paisa sin trabajo es siempre un antioqueño que se muestra optimista y, a fe, que consigue persuadir a alguien para que le de una oportunidad. De hecho, es una ciudad en donde sus ciudadanos se muestran serviciales, siempre, pese, como dicen allí, a que también ellos padecen el desorden del actual gobierno nacional.
En fin, es hora de torcerle el curso a la entropía que entristece a Colombia; en su lugar, plantar flores de esperanza en cada corazón, en cada mente, para reiniciar a sentir mejor, a pensar en la renovación del país que quiere celebrar el vergel nacional que todos merecemos. Este es un reto en el que estamos todos comprometidos y que, en las elecciones para presidente en 2026, seremos artífices sine qua nom hacia la espiral de fe y esperanza de reconstrucción en un nuevo gobierno, para un perdurable y mejor país.








