Por: GERARDO ALDANA GARCÍA
En mi brazo izquierdo cargaba a mi pequeño hijo Miguel, mientras mi mano derecha asía el féretro de mi esposa Diana. Con palabras como estas, Miguel Uribe Londoño, acrecía el mudo luto y el asombroso estupor qué ya llenaba la Catedral Primada de Bogotá.
Miguel, el padre, cuya alma, treinta y cuatro años atrás había sido quebrada por el asesinato de su entrañable esposa Diana Consuelo Turbay Quintero, nunca imaginó la honda pena que el destino funesto le infligiría nuevamente; ahora teniendo que cargar el féretro de su hijo. Duele mucho, más allá de toda tristeza, aquel dolor que se dibujaba en los rostros desolados de los seres queridos del inmolado Miguel Uribe Turbay, como de los de millones de colombianos aunados a la frustración de ver cómo la mejor cosecha de los mejores seres humanos de la patria se desprecia, se pisotea en el umbral de la inconciencia de hombres enceguecidos por el odio, el egoísmo, la indolencia.
En medio del dolor que arrancaba todas las lagrimas dentro y fuera de la Catedral, un angelito de dorados cabellos y conmovedora inocencia, iba de un lado a otro; ya dejando un rosa sobre el ataúd de su padre, ya distrayendo la frustración general, con una risa. Era el pequeño Alejandro cuya ternura era celebrada; seguramente, incluso, por los perpetradores intelectuales del absurdo magnicidio que, desde la seguridad de un espejo que solo refleja su maldad, esconde este crimen, como, quién sabe, cuántos otros. Miguel, ahora difunto, pareciera levantarse vigoroso en cada plegaria echada al viento por su esposa María Claudia, cuyo inconmensurable amor, en todo instante daba forma al hombre cuya vida al servicio de un país, pulsaba sonidos de justicia y paz desde su entusiasta piano o bajo el influjo de su sangre de político juvenil, contestario y probo.
Hay penas que despiertan rabia; si, una que va más allá de la ira, tal vez por la injusticia de ese dios ciego de la maldad que ha hecho prosélitos suyos a hombres con poder, que instrumentalizan a otros, tontos e ignorantes, o a niños o jovencitos a quienes desde muy temprano, el régimen maldito les robó el espíritu de asombro por la vida y los hizo vectores de la tragedia y la muerte. Aún así, en tan lúgubre procesión a la que, tal vez concurren no solo las víctimas si no también cínicos victimarios, resulta de asombroso respeto, el enhiesto valor de la esposa del inmolado candidato a la presidencia de Colombia, cuando se desprende de esa laceración de soledad que, se advierte, hiere su alma de esposa y madre, para decirle a los asesinos y al país nacional: no al odio, no a la venganza; este es el mejor homenaje a la memoria y legado de Miguel.
Lo que pudo haber sido un país con hogares visitados por la armonía de relaciones justas entre la sociedad y el gobierno, entre el individuo y el Estado, por cuenta de lo que soñaba y proponía Miguel Uribe Turbay, se ha escapado por entre los pliegues de estrategias de campañas malditas que quieren prevalecer el imperio del desorden y el caos para someter a toda una nación. Qué torpeza más grande la de un pueblo estulto que elige como regentes y custodios de su propio destino a monstruos ansiosos de cada molécula de felicidad, aún palpitante en hombres y mujeres de toda clase social, color, religión o vocación sexual.
En el drama de la muerte de Miguel Uribe Turbay parece dibujarse, al tiempo, una estela de frustración y esperanza, aunque cada pasaje, desde el momento en que fue baleado, la esperanza nacional por su recuperación y el desenlace de su muerte sugiere óleos de constante tonalidad lóbrega. Una rosa y un velo oscuro son amantes religiosos en la espesura de tal barbarie. No obstante, los silencios ahogados en el llanto de infantes, viudas y huérfanos son voces que Colombia reclama para desdibujar las densas nubes de dolor y vivir el sol de sana convivencia que cada connacional merece.








