Diario del Huila

El espejo roto de Colombia

Jun 18, 2025

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Por: Juanita Tovar

Los hechos recientes, marcados por el atentado contra Miguel Uribe Turbay, han sacudido una vez más la frágil conciencia nacional. Las reacciones no tardaron en llegar: algunos hablan de un retorno a los peores años de la violencia, como si alguna vez hubiéramos dejado atrás esa pesadilla. Pero la verdad es más dura, más incómoda: Colombia no ha superado su historia de horror. Desde el asesinato de Gaitán en 1948, este país ha sido incapaz de erradicar el odio de su entraña. No es que hayamos retrocedido; es que nunca hemos avanzado. Seguimos siendo una sociedad que, en lugar de aprender de su dolor, lo repite, lo reinventa y, en el peor de los casos, lo celebra.

La violencia en Colombia no es un fenómeno nuevo ni esporádico; es una condición crónica, una enfermedad que ha mutado pero nunca ha sido curada. Hemos normalizado lo inaceptable. ¿Qué otro país occidental ha visto caer aviones comerciales dinamitados en pleno vuelo? ¿Qué otra nación ha permitido el exterminio sistemático de un partido político entero, como ocurrió con la Unión Patriótica? ¿Dónde más se han ofrecido recompensas por la vida de policías como si fueran trofeos de cacería? Aquí, en esta tierra de contradicciones y moral distraída, los centros comerciales han sido reducidos a cráteres, los clubes sociales convertidos en trampas mortales, y hasta se ha inventado el “collar bomba”, una de las formas más sádicas de tortura jamás concebidas. La lista de atrocidades es tan larga que, después de un tiempo, el horror pierde su capacidad de conmovernos. Nos hemos vuelto inmunes al espanto.

Y entonces, inevitablemente, surge la pregunta: ¿Qué nos pasa? ¿Hay algo en nuestra esencia, en nuestra idiosincrasia, que nos impide vivir en paz? Algunos, en momentos de desesperación, sugieren que hay un defecto en nuestra genética, una tendencia innata hacia la destrucción. Pero esa es una salida fácil, una forma de eludir responsabilidades. El problema no está en nuestros genes; está en nuestra cultura, en nuestra incapacidad colectiva para rechazar la barbarie. Llevamos ochenta años hablando de perdón, de reconciliación, de paz, pero seguimos siendo esclavos de nuestros rencores. Cada generación hereda el odio de la anterior y lo multiplica.

Uno de los síntomas más graves de esta enfermedad es la polarización, un veneno que ha infectado todos los rincones de la sociedad. Antes de que se esclarezcan los hechos, antes de que la justicia hable, ya estamos divididos, lanzando acusaciones, buscando chivos expiatorios. El atentado contra Miguel Uribe Turbay no ha sido la excepción. En cuestión de horas, las redes sociales se llenaron de teorías conspirativas, de señalamientos políticos, de discursos cargados de ira. Pareciera que, para muchos, lo importante no es condenar el acto en sí, sino aprovecharlo para atacar al bando contrario. ¿Cuándo dejaremos de ver la violencia como un arma partidista y empezaremos a verla como lo que realmente es: un fracaso de todos?

La familia Uribe Turbay conoce demasiado bien el costo de esta violencia absurda. Hace décadas, perdieron a Diana Turbay, una periodista cuyo único crimen fue buscar la verdad en un país donde la verdad es un peligro. Ahora, otra vez, el dolor los golpea. Y mientras ellos enfrentan esta nueva pesadilla, el resto del país parece más interesado en discutir quién tiene la culpa que en buscar soluciones. Esa es nuestra tragedia: siempre estamos más dispuestos a señalar que a actuar.

La pregunta que deberíamos hacernos no es si hemos vuelto al pasado, sino por qué nunca hemos logrado salir de él. La violencia en Colombia no es un fantasma que regresa; es una sombra que nunca se ha ido. Es un espejo, pero roto. Cambia de forma, se adapta a los tiempos, pero siempre está ahí. En los años 50, eran los partisanos liberales y conservadores matándose en las calles. En los 80 y 90, eran los carteles sembrando el terror con coches bomba. En los 2000, eran los grupos armados desplazando campesinos y masacrando pueblos. Hoy, la violencia es más difusa pero igual de letal: disidencias, bandas criminales, sicariato urbano, linchamientos. El enemigo ya no tiene un solo rostro, pero el resultado es el mismo: muerte, miedo y desesperanza.

¿Hay salida? Es difícil no caer en el pesimismo cuando la historia parece condenarnos a repetir nuestros errores. Pero si queremos cambiar, hay verdades incómodas que debemos enfrentar. La primera es que la violencia no es un problema exclusivo de los actores armados; es un problema de toda la sociedad. Desde el político que incendia los ánimos con su retórica hasta el ciudadano que justifica la agresión “por una buena causa”, todos hemos contribuido a esta cultura de intolerancia. La segunda verdad es que la justicia no puede ser selectiva. No podemos exigir mano dura contra unos mientras miramos para otro lado cuando los violentos son “los nuestros”. Y la tercera, quizás la más importante, es que la polarización nos está matando. Si seguimos viendo al otro como un enemigo al que hay que aniquilar física o moralmente, nunca romperemos este ciclo.

El duelo nacional por el atentado contra Miguel Uribe Turbay no puede quedarse en lamentos pasajeros. Debe convertirse en una reflexión profunda sobre lo que somos y lo que queremos ser. Porque Colombia no necesita más discursos de paz; necesita acciones concretas, empezando por el rechazo unánime a toda forma de violencia, sin importar de dónde venga. Si no somos capaces de eso, seguiremos siendo, como lo hemos sido por décadas, un país que llora sus muertos pero no hace lo suficiente para evitar los siguientes.

Unámonos en oración por Miguel Uribe, como la nación fervorosa que somos, es el momento de trabajar juntos para que la historia no se siga repitiendo.

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