El eco siniestro del pasado
Por: Felipe Rodríguez Espinel
El sábado 7 de junio de 2025 será recordado como el día en que Colombia sintió, una vez más, el escalofriante eco de su pasado más violento. El atentado contra Miguel Uribe Turbay no es solo un ataque contra un precandidato presidencial; es una puñalada al corazón mismo de nuestra democracia y un recordatorio doloroso de que los fantasmas de los años noventa siguen acechando nuestro presente.
Cuando observo las imágenes de Miguel Uribe, ensangrentado, no puedo evitar que mi mente viaje treinta años atrás, a esa época aciaga en la que ser candidato presidencial en Colombia equivalía a firmar una sentencia de muerte. Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro… nombres que resuenan como campanas fúnebres en la memoria colectiva de una nación que creyó haber dejado atrás esos tiempos de terror.
No se trata de ideologías políticas. No importa si uno simpatiza o no con las ideas. Lo que está en juego trasciende las diferencias partidistas, es la supervivencia de nuestro sistema democrático. Cuando permitimos que las balas reemplacen a los votos, cuando toleramos que el miedo se apodere de nuestros espacios públicos, estamos permitiendo que Colombia retroceda décadas en su construcción institucional.
El hecho de que el atacante sea un menor de edad agrega una dimensión aún más perturbadora a este episodio. Estamos ante la instrumentalización de un adolescente para perpetrar un acto que nos devuelve a los peores momentos de nuestra historia. Es la misma modalidad que utilizaban los carteles en los noventa, convertir a los jóvenes en máquinas de muerte, robándoles su futuro y manchando sus manos con sangre que no entienden.
Las reacciones internacionales no se han hecho esperar, y con razón. El mundo observa con preocupación cómo Colombia, un país que había logrado consolidar avances significativos en materia de paz y estabilidad institucional, parece tambalearse ante el resurgimiento de viejos demonios.
Es imperativo que entendamos que este atentado no es un hecho aislado. Es la manifestación de una polarización tóxica que se ha venido gestando en nuestro país, alimentada por discursos de odio y por la normalización de la violencia como mecanismo de resolución de conflictos. Hemos permitido que el debate político se transforme en una guerra de trincheras donde el otro no es un adversario, sino un enemigo a eliminar.
La responsabilidad de evitar que Colombia regrese a sus años más oscuros no recae únicamente en las autoridades. Es una responsabilidad colectiva que nos involucra a todos, líderes políticos, medios de comunicación, ciudadanos comunes. Debemos rechazar categóricamente cualquier forma de violencia política, independientemente de quién sea la víctima o el victimario.
Miguel Uribe lucha por su vida en una cama de hospital. Su estado crítico es un espejo en el que debemos mirarnos como sociedad. No podemos permitir que su sangre se convierta en el prólogo de una nueva era de violencia. El momento de actuar es ahora, antes que sea demasiado tarde, antes que volvamos a escribir páginas negras en nuestra historia.








