Por: Harold Salamanca
Cada año, el cáncer toca la puerta de más de 20 millones de personas. Y a casi 10 millones se las lleva. No distingue edad, país ni creencias. Pero sí tiene patrones. Según la OMS, las tasas de mortalidad son mucho más altas donde hay menos recursos, menos información, menos derechos garantizados. ¿Casualidad? No lo creo.
Y es que el cáncer no aparece por sorpresa. En realidad, florece como una herida abierta en los vacíos que hemos dejado: en la pobreza, en la desigualdad, en la desinformación. Lo que llamamos “cáncer” es muchas veces el resultado de años de silencios institucionales, omisiones políticas y barreras invisibles.
En América Latina, por ejemplo, el 70 % de las mujeres con cáncer de cuello uterino llegan al diagnóstico en etapas avanzadas. No porque no haya pruebas. No porque no exista tratamiento. Sino porque no llegaron a tiempo. ¿Y eso… a quién debería dolerle?
La verdad es que el cáncer nos está diciendo algo más profundo: que nuestras prioridades están desalineadas. Que seguimos pensando que curar es más urgente que prevenir. Que invertir en hospitales de alta complejidad parece más importante y visible que vacunar a tiempo o enseñar en los colegios qué es el virus del papiloma humano VPH.
Y, cuidado, esto no se trata solo de medicina. Esto es cultura. Es educación. Es justicia social. Es cómo nos relacionamos con el cuerpo, con la salud, con el dolor ajeno. El cáncer, más que un diagnóstico, es un reflejo. Un espejo incómodo que nos dice: estás fallando. Como sociedad. Como Estado. Como humanidad.
Quizás ha llegado el momento de dejar de verlo solo como un enemigo microscópico. Y empezar a entenderlo como una consecuencia, una advertencia de lo que no estamos haciendo bien.
Porque no basta con atender. Hay que escuchar. No basta con tratar. Hay que transformar.
Si queremos que menos personas mueran por cáncer, tenemos que empezar por vivir distinto. Pensar distinto. Priorizar distinto.
Porque tal vez, solo tal vez… el cáncer no sea el problema.
