Por: Gerardo Aldana García
Con la facilidad del acorde que nace del canto de un ave cuando despierta la ciudad dormida, fluye la poesía de Francisco en sus prédicas pastorales. Este Papa que se fue, decidió quedarse, bien por sus posiciones de máximo jerarca católico amante de la sencillez, la humildad y la juventud, y también por la poesía en la que convertía sus frases en diversas intervenciones, al punto de hacer sentir en el auditorio que, cada párrafo de alocución no es el segmento de un discurso cristiano, si no un soneto lleno de música y ritmo. Y, ciertamente, resulta sumamente agradable en el sentir literario, bucear en el profundo océano de reflexiones cristianas del Papa Francisco y vivir en sus palabras la voz de un bardo natural pletórico de metáforas, símiles o prosopopeyas en los que recrea imágenes capaces de abrazar al escucha, de besar con su lírica el alma del lector.
Un ejemplo de ello, en donde el pastor papal procura destacar la necesidad de saber escuchar, es su manifestación: «A veces, el ruido del mundo ensordece el suave susurro de la verdad. Aprendamos el arte del silencio interior, a inclinar el oído del corazón para escuchar la melodía tenue de la conciencia y la voz delicada del Espíritu.» En otro de sus pasajes apostólicos, esta vez buscando reflexionar sobre el camino de la fe, como procurando exhortar la devoción consciente hacia los ignotos horizontes del espíritu, expresa: «La fe no es un mapa trazado con líneas rectas y destinos predecibles. Es más bien una estrella que guía nuestros pasos en la noche oscura, una luz tenue que nos invita a avanzar con esperanza, incluso cuando el sendero se torna incierto.» En este fragmento que, poéticamente podría entenderse como un soneto en verso libre, el máximo clérigo católico logra dibujar al mismo tiempo una noche de dolor y pesar, y una bóveda repleta de luz, trazando, sin necesidad de un mapa, líneas de esperanza para el ser humano en momentos de agobio.
Y en aquel escenario en el que era verdaderamente un campeón, justamente para ponderar el valor de las cosas pequeñas, de las manifestaciones simples que dan sentido a la vida, la siguiente manifestación: «No despreciemos la humildad de las pequeñas flores silvestres que adornan los caminos. En su sencillez reside una belleza profunda, un testimonio silencioso de la grandeza que se esconde en lo cotidiano.» Es plausible que, junto a la virtud prosopopéyica manifiesta en el atributo humano de la sencillez vertido en la flor del camino, el poeta logra en el escucha la inmersión en el paisaje en el que le regala un hermoso vergel, que, a veces, ni siquiera es advertido por las personas. Y qué decir de una bella alocución en donde, al estimular la transformación del individuo, regala a la arcilla la connotación de la integridad de un hombre, de una mujer, delineando para ello versos que estimulan el alma: «Somos como la arcilla en manos del alfarero divino. Con paciencia y amor, Él moldea nuestras asperezas, suaviza nuestros contornos y nos transforma en vasijas de luz, capaces de contener la belleza del Evangelio.»
Un Papa como Francisco mantuvo durante su papado una línea de prédica en la que el amor era la fuerza constante más poderosa para lograr la transformación hacia el bien y la armonía; entonces, dejó para la posteridad la siguiente composición: «El amor no es un sentimiento efímero, una llama que se enciende y se apaga con facilidad. Es una raíz profunda que se aferra a la tierra del corazón, un árbol frondoso que extiende sus ramas para cobijar a los demás y dar frutos de alegría y esperanza.» Cómo no denotar en este soneto el atributo del amor como el poder de fijación en el interior de una persona para luego florecer en alegría para su entorno. En la siguiente manifestación, Francisco pinta la fragilidad de la vida y la esperanza: «Somos como la flor que hoy se abre majestuosa al sol, pero mañana se marchita y cae. Sin embargo, en cada semilla que el viento dispersa, reside la promesa de una nueva primavera, la certeza de que el amor de Dios siempre renace en nosotros.» Complementariamente, el Papa al reflexionar sobre la misericordia y la necesidad de servir al prójimo, expresa: «La misericordia no es una moneda que damos de lo que nos sobra. Es un río caudaloso que brota del manantial de la compasión, inundando las orillas de la desesperanza y nutriendo los corazones sedientos de perdón.»
La siguiente manifestación tiene una musicalidad poética admirable, justamente cuando el Papa refiere el encuentro entre el hombre y Dios en la naturaleza: «Miren los cielos estrellados, la danza silenciosa de las constelaciones. Escuchen el canto del río que serpentea entre las piedras. En cada hoja que tiembla con la brisa, en cada grano de arena moldeado por el mar, palpita un eco del infinito, un susurro del Creador que nos invita a maravillarnos.» Luce muy animadora la composición cuando describe una danza silenciosa en las constelaciones. Y qué decir del temblor que vive la hoja del árbol con la caricia de la brisa. Y, como si el lector estuviese en un recital de exquisitos y encumbrados versos, el Papa, al referirse a la fugacidad del tiempo y la eternidad, compone: «Nuestra vida es como una gota de rocío que brilla brevemente en la mañana, reflejando el sol antes de evaporarse. Pero en esa fugacidad reside la promesa de la eternidad, la certeza de que nuestro ser más profundo está llamado a unirse al océano infinito del amor divino.»
Para terminar, y, seguramente que sirve mucho de reflexión hacia el perdón tan urgente en el nefasto ambiente de guerra en que se debate el mundo actual, dice el pontífice: “Perdonar no es borrar la cicatriz, sino transformarla en una marca de sabiduría y compasión. Es liberar el corazón del peso del resentimiento para que pueda volar ligero hacia la reconciliación, como un ave que surca los cielos de la paz.»








