Soy un convencido de que los colombianos somos una raza creativamente avanzada. Somos un pueblo compuesto por soñadores, visionarios y personas recursivas, capaces de encontrar soluciones a diferentes problemas de todos los sabores y colores. Sin embargo, por razones culturales, estructurales, económicas y hasta de conocimiento técnico, la gran mayoría de los proyectos que ideamos nunca se terminan ejecutando.
Aunque esto sucede en toda Colombia, Bogotá es quizás el mayor reflejo de esta realidad, y el metro, el mejor botón de la muestra.
Han sido casi 70 años de promesas, planos, discursos y maquetas que han camuflado la disputa y el desorden que rodea el proyecto del metro para la capital. Hoy, con el metro en fase de construcción, la polémica ya no gira en torno a si hacerlo o no, sino en cuál es la mejor manera de hacerlo. Unos insisten en que la mejor opción es hacerlo como se viene desarrollando, de manera elevada, mientras que otros se mantienen en que debe ser subterráneo.
Unos afirman que su diseño es más eficiente, y los otros argumentan que el suyo genera menos afectaciones. Ambos buscan favorecer grupos económicos, y ambos acomodan sus argumentos técnicos orientados a sus intenciones. Entonces los ciudadanos quedamos a merced de la incompetencia de quienes deben ejecutar estas ideas, hundidos en discusiones que no son más que un círculo vicioso que nubla el progreso y el desarrollo. Todo esto ocurre mientras la ciudad se ahoga en su propia parálisis y le paga millonadas a políticos que pareciera que prefieren mantener la discusión de conceptos, enredando a la comunidad, sobre la ejecución de las soluciones que esta necesita.
La realidad es que Bogotá es hoy una de las capitales más intransitables del mundo. Hay personas que pierden más de cuatro horas al día entre trayectos de ida y vuelta al trabajo. Gente que acertadamente considera mudarse de ciudad porque no soporta más los trancones. Gente que se cansó de ver su vida esfumarse entre semáforos y trancones. Y millones de espectadores que hemos aceptado esta realidad sin elevar nuestra crítica.
Y aunque es cierto que existen ciudades ejemplares con metros elevados como Bangkok o Chicago, y otras con sistemas subterráneos que también gozan de buena reputación, como Madrid o Seúl, e incluso algunas con sistemas híbridos funcionales como Ciudad de México o Tokio, lo que menos necesitan ahora las personas que han perdido toda esperanza en el transporte de Bogotá es seguir estirando el debate por años, mientras la ciudad se sigue llenando de huecos y trancones.
La discusión se ha politizado tanto, que ya no priman los estudios técnicos sino los intereses ideológicos. Y cuando el ego y la corrupción pesan más que el bienestar colectivo, toda ejecución se convierte en terreno infértil. Pero este es el momento de dejar de pelear por la forma y enfocarnos en el fondo. Que sea elevado o subterráneo debe ser una discusión resuelta desde la factibilidad y la viabilidad, no desde el micrófono de un mitin político. Y si este primer tramo ha decidido desarrollarse elevado, cumpliendo con los factores de viabilidad, debemos respaldarlo de la misma manera que funcionaría si se hubiese elegido el subterráneo.
Lo que necesita Bogotá no son más estudios ni nuevos conceptos, sino una obra en ejecución. Un proyecto que avance, que los ciudadanos puedan ver, y que resuelva las problemáticas de tránsito de la capital. Sin buscar la imperfección, algo que simplemente funcione como se planifica.
Más allá de preferencias personales, como ciudadano siempre elegiré un proyecto en ejecución con margen de mejora sobre una idea utópica en la cabeza de alguien más.
Con el aroma de un café colombiano, los saludo,
Santiago Ospina López.








