Por: Felipe Rodríguez Espinel
Imagínese por un momento las consecuencias reales detrás de los 21 billones de pesos sin ejecutar en Colombia durante 2024. No estamos hablando solo de cifras en un informe: son familias esperando una vivienda digna, niños sin acceso a una escuela cercana, comunidades sin agua potable, y adultos mayores que siguen guardando la materialización de programas sociales prometidos.
La realidad que enfrentamos es desconcertante. De los 3,7 billones de pesos sin ejecutar en el sector de inclusión social, cada peso representa una historia de espera y necesidad. Son madres cabeza de familia que continúan haciendo malabares para alimentar a sus hijos, jóvenes que ven truncados sus sueños de educación superior, y comunidades enteras que siguen esperando la construcción de ese centro de salud tantas veces anunciado.
Cuando hablamos de que solo se han ejecutado 44,8 billones de los 100 billones presupuestados para inversión, debemos entender que detrás de ese 44,8% hay millones de colombianos cuyas vidas podrían transformarse con una ejecución más eficiente. No son solo recursos sin utilizar; son oportunidades de cambio que se desvanecen en medio de trámites burocráticos y decisiones administrativas.
La justificación de cumplir con la regla fiscal suena particularmente hueca cuando la traducimos a la realidad cotidiana. ¿Cómo explicarle a una familia que vive en condiciones precarias que su esperanza de una vivienda digna debe esperar porque necesitamos mantener el equilibrio fiscal? ¿Cómo justificar ante un joven talentoso que su beca para estudios superiores se posterga por restricciones presupuestales?
El verdadero problema no radica en la inversión social sino en los gastos de funcionamiento del Estado. Mientras los recursos para programas sociales permanecen congelados, el aparato burocrático continúa creciendo. Esta paradoja resulta especialmente dolorosa cuando consideramos las necesidades apremiantes de tantos colombianos.
La inversión social no es un gasto; es una apuesta por el futuro de nuestra sociedad. Cuando un niño recibe educación de calidad, cuando una familia accede a servicios de salud dignos, cuando una comunidad cuenta con infraestructura básica, estamos construyendo los cimientos de una Colombia más equitativa y próspera.
El rezago en la ejecución presupuestal tiene rostros y nombres. Son los ancianos que siguen esperando la ampliación de programas de apoyo, los pequeños agricultores que aseguran asistencia técnica, las comunidades rurales que continúan aisladas por falta de vías de acceso. Cada proyecto sin ejecutar representa sueños postergados y necesidades insatisfechas.
Es momento de entender que detrás de cada peso sin ejecutar hay historias de vida en pausa. La eficiencia administrativa no puede estar reñida con la sensibilidad social. Necesitamos un Estado que no solo sea riguroso en sus cuentas, sino también diligente en su respuesta a las necesidades de los ciudadanos.
El verdadero indicador del éxito en la gestión pública no debería medirse solo en términos de ejecución presupuestal, al final del día, el progreso de una nación no se mide en sus balances financieros, sino en la calidad de vida de sus ciudadanos.








