Por: Juanita Tovar.
El 27 de enero de 1945, hace exactamente 80 años, el Ejército Rojo liberó el campo de concentración de Auschwitz, revelando al mundo uno de los horrores más grandes de la historia de la humanidad. La Segunda Guerra Mundial, que llegó a su fin ese mismo año, dejó una cicatriz imborrable en la memoria colectiva. Fue el triunfo de la democracia y la libertad sobre la crueldad y la opresión del nazismo, un momento decisivo que parecía marcar un antes y un después. Sin embargo, al observar el panorama global en 2025, resulta inevitable cuestionar si hemos aprendido verdaderamente de las terribles lecciones de ese conflicto.
En 1945, la humanidad fue testigo de lo que sucede cuando la intolerancia, el autoritarismo y el odio alcanzan su clímax. El Holocausto, con sus seis millones de víctimas judías y millones más de otras minorías perseguidas, simbolizó el grado más extremo de lo que puede generar la deshumanización sistemática. La Segunda Guerra Mundial dejó un saldo de más de 70 millones de muertos, ciudades destruidas, familias desmembradas y generaciones marcadas por el trauma. Fue un recordatorio de los peligros de la ambición desmedida, la indiferencia y la falta de diálogo entre naciones. Sin embargo, esa aparente determinación de “nunca más” ha sido puesta en tela de juicio una y otra vez por un mundo que pareciera olvidar.
El mundo actual parece avanzar en una vertiginosa espiral de olvido. El mapa geopolítico se configura nuevamente en un tablero de tensiones, divisiones y desafíos que, aunque diferentes en forma, evocan la atmósfera de inestabilidad que precedió tanto a la Primera como a la Segunda Guerra Mundial. Las naciones acumulan arsenales nucleares capaces de destruir el planeta varias veces, mientras las relaciones internacionales se vuelven cada vez más volátiles. Las alianzas tambalean, el unilateralismo resurge, y los discursos de odio encuentran nuevas plataformas en el ámbito digital, multiplicándose a una velocidad que sería impensable hace ochenta años.
El auge de los discursos de odio, en particular, representa un problema alarmante. La normalización de la xenofobia, el racismo y el antisemitismo en redes sociales y medios digitales es una sombra que se cierne sobre nuestras sociedades. En un mundo hiperconectado, las palabras tienen un alcance y una influencia que en 1945 no se podía prever. La tecnología, aunque diseñada para unir a las personas, también ha sido un terreno fértil para divisiones. Este contexto plantea la necesidad de regular plataformas digitales y fomentar una alfabetización mediática global para contrarrestar las narrativas peligrosas.
El mundo de 1945 y el de 2025 son radicalmente distintos en muchas formas, pero comparten un denominador común: la fragilidad de la paz cuando no se cultiva el entendimiento y la cooperación. Hoy, la amenaza no es solo el expansionismo territorial o las ambiciones ideológicas de líderes autoritarios, sino la combinación de estas con arsenales nucleares y una dependencia tecnológica sin precedentes. La posibilidad de un conflicto bélico en el siglo XXI se enmarca en un paradigma completamente nuevo. La guerra cibernética, los sistemas de inteligencia artificial militarizada y la desinformación son herramientas tan poderosas como los tanques y los aviones de combate lo fueron hace 80 años.
Pero quizás el elemento más inquietante sea el riesgo de un colapso tecnológico total, algo que podría sumir a las sociedades modernas en el caos. Hoy en día, la infraestructura crítica –desde las redes eléctricas hasta los sistemas financieros– depende de tecnologías que pueden ser vulneradas en cuestión de minutos. Un ciberataque masivo podría paralizar a una nación entera sin necesidad de disparar una sola bala. En este contexto, la desconexión tecnológica ya no es solo una posibilidad remota, sino un escenario que los estrategas militares contemplan como un arma devastadora.
Frente a este panorama, el mundo necesita, ahora más que nunca, un recordatorio de lo que se logró en 1945. La victoria de los aliados fue más que un triunfo militar; fue una reafirmación de los valores humanos más básicos: la dignidad, la libertad y la igualdad. Sin embargo, para honrar ese legado, es fundamental que los líderes actuales no solo rememoren la historia, sino que actúen con visión y responsabilidad para prevenir una nueva catástrofe global.
Las tensiones actuales, desde los conflictos en Europa del Este hasta las disputas en Asia-Pacífico, son síntomas de un sistema internacional fragmentado. En lugar de buscar puntos de encuentro, las potencias mundiales parecen estar atrapadas en un ciclo de rivalidades y desconfianzas. Esta dinámica amenaza con erosionar los principios fundamentales sobre los cuales se construyó el orden global después de la Segunda Guerra Mundial, como la cooperación multilateral y la resolución pacífica de disputas.
Además de la acción política, es esencial que las sociedades mantengan viva la memoria histórica. Las nuevas generaciones deben conocer el significado de Auschwitz, no como una lección abstracta, sino como un recordatorio de lo que sucede cuando se permite que la intolerancia y la indiferencia prosperen. La educación tiene un papel crucial en este esfuerzo. Incorporar el estudio del Holocausto en los currículos escolares, promover visitas a memoriales y museos, e incentivar la producción cultural en torno a estos temas son formas de garantizar que las lecciones del pasado sigan vigentes.
Sin embargo, también debemos reconocer que la memoria histórica no es suficiente sin un compromiso práctico con la justicia y la equidad en el presente. Las crecientes desigualdades económicas y sociales, la discriminación persistente y la marginación de grupos vulnerables crean un terreno fértil para la intolerancia y el odio. Es fundamental que las sociedades adopten políticas inclusivas que combatan estas desigualdades y promuevan un sentido de comunidad global.
En este 2025, al conmemorar los 80 años del final de la Segunda Guerra Mundial y la liberación de Auschwitz, debemos detenernos a reflexionar sobre el tipo de futuro que queremos construir. La paz, como demostró la generación de 1945, no es un estado natural; es una construcción constante que requiere esfuerzo, compromiso y, sobre todo, humanidad. Que esta fecha nos inspire a recordar lo que está en juego y a redoblar nuestros esfuerzos por un mundo más justo, libre y solidario. El legado de quienes lucharon por la libertad hace ocho décadas nos exige nada menos que eso.








