Diario del Huila

66 muertos y un alcalde que sonríe

Sep 30, 2025

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Por: Johan Steed Ortiz Fernández

En Neiva, salir de casa se volvió un acto de fe. Uno se despide, pero de antemano debe encomendarse a Dios para regresar. La vida, que debería ser sagrada, se volvió frágil como el cristal: basta una esquina, un semáforo, una noche, un celular, o a veces ningún motivo para que se apague.

El derecho humano más elemental, la vida, lo estamos perdiendo. Y lo más absurdo es que estamos pagando con nuestros impuestos una sobretasa para que supuestamente, estemos más seguros. Más de 3.200 millones de pesos han salido de nuestros bolsillos para la sobretasa a la seguridad, sin embargo, no vemos tranquilidad sino más miedo y entierros. Queda demostrado que este impuesto terminó golpeando los hogares de las familias neivanas y no brindó ninguna solución, porque la seguridad no se improvisa con cobros: se construye atacando el problema estructural con inversión social, educación y seguridad alimentaria.

En nueve meses, 66 neivanos han sido asesinados. Doce eran menores de edad, arrancados de la existencia por la codicia de un ladrón o la furia de un sicario. 55 murieron por arma de fuego: prueba de que aquí no hay control, de que cualquiera anda armado y de que la ciudad entera se ha convertido en un polígono improvisado. No son solo los delincuentes: cada vez más jóvenes cargan un arma como si fuera un accesorio, y lo vimos en un video reciente en un bar del oriente, donde un cruce de disparos terminó con un joven herido.

Septiembre, el mes que debería celebrarse con flores y abrazos, terminó escribiendo su calendario con sangre: siete familias vistieron de luto en apenas treinta días.

Los números no mienten: tenemos un 9 % más homicidios que el año pasado y aún nos faltan tres meses. No avanzamos; retrocedemos. Y en medio de la sangre, la paradoja: la ciudad paga un impuesto de seguridad que nunca quiso, rechazado por el 89 % de la población en estratos 1, 2 y 3, y también por empresarios. Pero eso no fue impedimento para que 13 concejales aprobaran, justificándose con frases tan ligeras como la del concejal Sebastián Prieto: “mi abuelita estaba de acuerdo en pagar”. Debería concejal hoy salir y dar la cara, y decirles a las familias que están de luto, si su abuelita tenía la razón.

Para dimensionar el absurdo: con esos $3.200 millones se podrían pagar más de 3.300 salarios mínimos, es decir, alimentar a 3.300 familias neivanas durante un mes. Pero no: preferimos llenar arcas de un impuesto inútil, que no compra tranquilidad ni devuelve la vida.

Mientras tanto, las promesas se quedan en titulares de prensa. Nos anunciaron 173 cámaras de última tecnología, con un costo de $26.547 millones. Tres veces reestructurado el proyecto y seguimos igual: sin cámaras, sin planeación, sin gestión.

Lo más inquietante es la frialdad con que algunos justifican estas muertes: “qué bueno, era ladrón”. Lo llaman “limpieza social”. ¿En qué momento dejamos de indignarnos para empezar a aplaudir la muerte? La vida no se limpia, se respeta. Porque hoy matan al que roba, mañana al que protesta, y después a cualquiera. La ética no se negocia: si creemos en la vida, debemos defenderla siempre.

El trasfondo es claro: nuestros jóvenes encuentran más oportunidades para delinquir que para trabajar. ¿Qué les ofrece la ciudad? Escenarios cerrados, programas improvisados, empleo que se promete, pero no llega. Y un alcalde que habla más de proyectos que de resultados. La gente siente que tenemos un alcalde como Shakira: ciego, sordo y mudo. No ve la gravedad de la situación, no escucha el clamor ciudadano y no dice nada que devuelva confianza. El anterior alcalde, pésimo como administrador, al menos figuraba en el podio de los mejores en la medición de Cifras y Conceptos. Este, en cambio, después de criticar tanto a sus antecesores y presentarse como el que se las sabía todas por ser ingeniero civil, terminó haciendo lo mismo o peor, demostrando que ese cartón solo le alcanzó para engañar al electorado. Hoy está por fuera de los diez mejores mandatarios y, lo que es peor, sin saber qué hacer con una ciudad que se le desangra en las manos.

Mientras la gente entierra a sus hijos, el secretario de Gobierno habla de reducción en los delitos. Tal vez tenga razón: en Neiva sí se redujo algo, se redujo la confianza en denunciar, porque quien lo hace termina en la mira de los delincuentes. Esa es la estadística que nunca se publica: el miedo ciudadano que maquilla los indicadores y hace que las cifras oficiales se vean más bonitas de lo que son. Así, el gobierno local puede dormir tranquilo creyendo que habitamos una de las ciudades más seguras. Claro, el alcalde y su familia pueden dormir escoltados, y ahí surge la contradicción: ¿para qué escoltas en una ciudad supuestamente tranquila? Mientras tanto, los neivanos duermen intranquilos, cuando logran dormir.

La gente no denuncia. Y no porque no quiera, sino porque tiene miedo. Los delincuentes terminan enterándose por la misma justicia, y la represalia es peor que el delito original. Necesitamos que los nuevos congresistas legislen para proteger al denunciante, y que quienes delinquen tengan segundas oportunidades reales, no cárceles donde se gradúan como criminales profesionales.

No lo decimos solo nosotros. En la última medición de Cifras y Conceptos, el columnista Francisco Argüello, más destacado de la región, subrayó que el gobernador Villalba midió mucho mejor que el alcalde y reprochó la desorientación de este gobierno local, coincidiendo con lo que venimos denunciando hace años: la seguridad en Neiva no va bien. Lo mismo señaló el reconocido columnista Pedro Javier Jiménez en su escrito del fin de semana, lamentando esta actualidad de miedo y zozobra. Es decir, no somos los cansones por alzar la voz: es el sentir de la gran mayoría de los neivanos, que rechazan este mal gobierno porque ya no confían ni en las palabras ni en las sonrisas del alcalde.

Los expertos dicen que no hay una sola causa: ajustes de cuentas entre pandillas, economías ilegales, violencia intrafamiliar, intolerancia, hurtos callejeros. Todas esas raíces envenenan el árbol de la ciudad. Pero el fruto es uno solo: el miedo que refleja cada neivano, más aún cuando se escucha el sonido de una moto.

Pagamos por seguridad, pero recibimos miedo. Pagamos por vivir, pero nos morimos por nada. Y lo más grave: empezamos a aceptar la violencia como si fuera normal. Neiva no necesita más impuestos ni discursos: necesita autoridad real, oportunidades para los jóvenes, protección a quienes denuncian y un liderazgo que defienda la vida.

No podemos seguir viviendo como si la muerte fuera parte del paisaje. Nos toca unirnos, pero no para armarnos de balas, sino de valor. Valor para preguntarnos qué ciudad estamos construyendo, qué futuro les estamos dejando a nuestros hijos. Porque si la única respuesta que nos ofrecen es legalizar el porte de armas, entonces hemos renunciado a la vida y aceptado que la justicia sea un duelo de pistolas. La verdadera solución no está en más armas, sino en más oportunidades, más respeto, más autoridad y más humanidad. El día que entendamos eso, Neiva dejará de contar muertos para volver a dormir con las ventanas abiertas como antes, cuando éramos una ciudad que vive, no una ciudad que entierra.

Cuando todos creímos realmente en una recuperación de Neiva, estamos ante el peor retroceso. Alcalde, le quedan dos años: lo “shakiro” todavía puede quitárselo. Está a tiempo de levantar cabeza, de corregir con autoridad y ejecución por el bien de la ciudad. Porque su indecisión nos está hundiendo, como los huecos de la Novena Brigada que, por más que los tape, vuelven y se abren. Señal clara de que se está haciendo mal.

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